Aceptamos vivir en una ficción que nos facilita la comprensión del mundo. Pocos se cuestionan esta aseveración que podría parecer exagerada, pues damos por supuesto que es falsa. Y, sin embargo, algo de ello hay: “eppur si muove”, como diría Galileo. Llamamos realidad a lo que conocemos. Eso es, evidentemente, sólo una parte de lo real. ¿Cuánto de ella? Imposible saberlo. Pero lo que conocemos es tan grande y de tanta complejidad que es imposible abarcarlo por completo.
Para conocernos entre nosotros y el teatro donde desarrollamos nuestra convivencia, contamos con la ayuda de los medios de comunicación. Ellos seleccionan aquello –de entre todos los acontecimientos infinitos- que nos interesa y nos lo explican. Nos ofrecen su versión de lo que sucede. En su totalidad nos contruyen una imagen de la realidad, tanto que decimos que lo que no sale en los medios, no existe. ¿Cuántas guerras habrá que no conocemos? Es una realidad mediática. Ninguno aborda con detalle suceso alguno. Las noticias han de ser instantáneas y de fácil asimilación, porque mañana ya serán antiguas. Casi se podría decir que nos preocupamos de lo que disponen los medios. ¿Hay otros asuntos? Miles, pero cada multitud de las que fluyen en sociedad se interesa por cosas determinadas. Estas páginas ofrecen lo que consideran de interés para sus lectores. Un periódico nacional amplía un poco más el abanico, pero ninguno excede el ámbito de la cultura (occidental, oriental, etc.) en la que está inserto. Su visión se hace desde esos supuestos. Así valoramos todo: con unas anteojeras que limitan el campo de la realidad.
Por eso hay tantas versiones de los hechos. Ninguna es falsa, sólo parcial. Solamente la pluralidad permite acercarse a lo más próximo de la verdad, si es que tal cosa existe. Pero de tanta información, ya no sabemos qué es lo que ocurre realmente. Nos quedamos sin referencias. Nos hablan en nombre del “pueblo”, de la “paz”, del “derecho internacional”, del “estado de bienestar”, de la “crisis”, de las “croquetas caseras” y de miles de cosas más que sólo remiten a mitos que conforman nuestro imaginario colectivo. Sin tiempo para profundizar en ningún tema, la información se transforma en espectáculo para que podamos consumirla con esa “atención desatenta” con la que nos tragamos los anuncios publicitarios en televisión. Así convertimos la realidad en puro simulacro para unas masas que ya no son sujeto ni tienen más voz que la de la mayoría silenciosa.
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