jueves, 10 de junio de 2010
Tus ojos, vida mía, no los ensucies mirándome
La luz se refleja en tus retinas para denunciar el brillo impuro de la mañana, cuando la gente se pone mascarillas para que la polución no contamine sus pulmones. La ciudad respira un aire de carbón y polvo que mancha cuanto roza, obstruyendo bronquios y filtros que no logran purificarlo. Las aguas resbalan por la superficie pútrida de los desechos abandonados en su cauce y que anuncian un cortejo fúnebre de peces asfixiados. La danza mortal comienza temprano, con los vómitos negros que los coches expulsan sin avanzar siquiera. Toses de motores y hombres que compiten cual chimeneas inquietas y enfermas con cada pitillo, con cada bocanada. Los rayos del sol hieren unos ojos vencidos tras las gafas ahumadas, incapaces de llorar ante tanta ceguera. Aromas pestilentes se mezclan con los olores de fábricas y cocinas que hacen más densa la atmósfera marrón que se asienta sobre los tejados como una corona. Llenamos los oídos del ruido de los auriculares para no escuchar el ruido insoportable de la calle y tragamos saliva para que la lengua atrofiada deguste el primer café insípido. Los pájaros sobrevuelan las montañas de basura de los vertederos para arrebatar a las ratas las sobras fáciles con las que engullirán a sus pollos. El viento levanta los papeles para que el polvo los cubra en otro lugar, donde los perros defecarán contemplados por sus amos. La noche al fin cubre de tinieblas un cielo sin estrellas, mientras intentamos descifrar unas etiquetas que camuflan los conservantes que enferman a quien consume esos alimentos. Tras sobrevivir un día más, nos rendimos al sueño, esquivando tu mirada para no ensuciarla.
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