Ha muerto un hombre noble, honrado hasta en el semblante, con el que expresaba esa bondad de quien ha vivido mucho y visto demasiado. Murió José Saramago en Lanzarote el viernes 18 de junio de 2010. Era un escritor portugués admirado no sólo en este lado de la frontera, hecho insólito entre dos paises vecinos que se dan la espalda, sino también en el mundo entero. Combatió precisamente esos rencores cainitas propugnando una federación ibérica formada por España y Portugal, o Portugal y España, cuyas historias brotan de un manantial común de celtas, romanos y musulmanes. De origen humilde, siempre estuvo dispuesto a unirse a las batallas perdidas por los valores y la justicia. No se refugió en la torre de marfil de una literatura aséptica en la que alcanzó el Premio Nobel y que recibió con la humildad de un hijo que recuerda a su padre. Siempre estuvo atento a los desmanes del mundo y su firma se unió a quienes los denuncian tan infatigable como infructuosamente. Sus novelas reflejan las preocupaciones de un observador vital y atento, que se tomaba en serio las consecuencias de un mundo sin muerte o la deriva de una península en el océano. Pero, con todo, se ha muerto un hombre cercano, casi un pariente cuyas ideas alumbraban el caos de lo cotidiano, los atropellos de la realidad y te calmaban con la placidez de una ficción pulcra y hermosa, resuelta con una sencillez de compleja elaboración.
Dos figuras de las letras ibéricas han dejado este año un vacío entre quienes aprecian el talento y las personas en que se encarna. Miguel Delibes y José Saramago, dos visiones de un terruño tan familiar como desagradecido, demasiado a menudo azotado por los vientos de la indiferencia y la desconsideración, y que suele hacer justicia tardía con las necrológicas. Demasiados muertos para un relato del desasosiego.
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