El río acaricia al pueblo con el embelesamiento de un enamorado. Sus aguas mansas culebrean entre los recodos como si no quisieran dejar atrás el caserío que mira su lento transcurrir. Es una delgada lámina que se retuerce entre las piedras a las que arrulla con una incesante melancolía, en busca de algún rincón donde extasiarse con el paisaje montañoso, siempre verde, salpicado de casas de todos los colores orientadas hacia él. Esa es la única concesión que el pueblo ofrece al amor de un río enamorado, servir de foco de atención hacia donde mirar desde todos los balcones. Y despertar la atracción que ejerce sobre los más pequeños, como la que sentía el niño. Allí era donde jugaba cuando se escapaba en solitario a investigar sus secretos y donde casi se ahoga su hermana pequeña. Con la edad y satisfecha la curiosidad, todos acababan dándole la espalda a un río fiel para con su pueblo, que lo utilizaba como cloaca donde tirar las basuras desde una curva de la carretera o como desagüe para verter los residuos fecales. El niño aún recuerda aquella franja que hería el verdor de la colina, como una cicatriz purulenta, por la que se volcaba la basura formando un camino nauseabundo que descendía verticalmente hacia el río. Y a la depuradora que vomitaba un líquido infecto sobre unos escalones que llegaban hasta la orilla. Así era como correspondía el pueblo al encantamiento del río, con el desdén de quien desprecia todo afecto.
Pero el niño sentía aquella seducción que se tornaba mutua, le respondía con su interés. Acudía a la ribera a juguetear con las piedras, a saltar sobre las rocas y contemplar los negros caracolillos que se camuflaban bajo las aguas, entre los guijarros. Conocía las zonas someras por donde se podía cruzar con sólo remangarse los pantalones y los rincones en los que las aguas se acumulaban con profundidad y peligro para el baño, como el meandro que se formaba poco después de la desembocadura de la depuradora, al que solían acudir los adolescentes para saltar desde un saliente elevado de la empinada ladera que surgía en la orilla opuesta. El niño nunca supo nadar y jamás se atrevió a introducirse en las pozas profundas, negras de misterio, pero seguía a los que, mayores que él, exhibían sus habilidades compitiendo desde aquel trampolín natural. El niño los observaba con una mezcla de admiración y envidia por no poder corresponder con igual destreza al cariño insobornable de un río a su pueblo y hacia con quienes accedían a esa relación más íntima de los nadadores. Miedoso de naturaleza, el niño se limitaba a recorrer las orillas como un explorador y, para una vez que se envalentona a chapotear en unas aguas que no le cubrían, por poco se ahoga su hermana pequeña. Nunca lo olvidará.
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