Nos encanta malgastar el tiempo, estar sin hacer nada, carecer de obligaciones que alteren la inactividad en la que nos apetece estar instalados. Consideramos el trabajo como una imposición, una especie de castigo por tener derecho a los beneficios de vivir en sociedad, en la que intercambiamos productos o servicios no sólo para la subsistencia o la satisfacción de necesidades imprescindibles, sino también para el mantenimiento de una economía de mercado que precisa de consumidores.
Aspiramos a loterías y premios que nos liberen de la carga que supone el trabajo y alivien las pesadumbres con que contemplamos el futuro. Cuanto más estrechas son las economías familiares, más predispuestas están a tentar juegos de azar que brinden la ilusión de una remotísima posibilidad de resolver, aunque sea en parte, las penurias. Nos seduce la idea de no sólo librarnos de deudas, sino además de disfrutar del tiempo a nuestro antojo, sin estar enganchados a un trabajo como medio de vida.
Precisamente, tal vez sea eso -el trabajo como medio de vida- lo que genera nuestro rechazo. Nos disgusta realizar una actividad a la que estamos abocados por necesidad y no por elección. Las circunstancias y las oportunidades nos conducen, a menudo, a dedicaciones que, si pudiéramos elegir, cambiaríamos sin dudar por otras más acordes con nuestras capacidades y personalidades. Sin embargo, no es infrecuente trabajar en lo que se ha podido, no en lo querido, porque esa vía representaba la única esperanza de materializar un modo de vida autónomo. En contra de lo que afirmaba Paulo Freire, no siempre “el futuro se puede construir con las propias manos” y surge el inconformismo. En algún momento, ejercer lo que no satisface plenamente produce desazón e incluso el desfallecimiento de la voluntad para mantener vivo el esfuerzo o la motivación. De ahí que no sea extraño que, aquellos que al fin conquistan la libertad de disponer de tiempo, se empeñen en “malgastarlo” en lo que de verdad anhelaban: dedicarse a lo que siempre habían preferido.
Al final, lo que se persigue no es estar sin hacer nada, sino hacer lo que en realidad nos place. Aunque ello signifique trabajar más. No se puede evitar: la inteligencia y los músculos nos impiden permanecer quietos.
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