La espoleta que ha prendido ahora las protestas en Ucrania
es bien conocida: una parte de la población, tal vez mayoritaria, desea que se
firme el Acuerdo de Asociación ofrecido por la Unión Europea ,
mientras las autoridades, presionadas por Moscú, dan largas al asunto y adoptan
posturas autoritarias para intentar doblegar a los manifestantes, restringiendo
derechos y reprimiendo las revueltas. En ese pulso, las fuerzas del orden se
emplean con una contundencia inusitada (los Berkut
atizando a la gente), provocando víctimas mortales y centenares de heridos de
diversa consideración, no sólo en Kiev sino también en otras ciudades del país.
Incluso se conocen casos de innecesaria brutalidad, como el vídeo que muestra
las mofas y humillaciones que sufre un detenido, desnudo en medio de un paisaje
helado, por agentes uniformados.
La actual etapa de conflictividad prendió el pasado noviembre.
El presidente de la
República , Víctor Yanukóvich, deriva inicialmente hacia el
autoritarismo y hace malabarismos para controlar la situación y mantenerse en
el Poder, prometiendo cambios y modificando leyes que no acaban de contentar a
los ciudadanos ni calmar los ánimos. Al final, con medidas más provocativas que
apaciguadoras, el primer ministro Mikola Azárov se ve obligado a dimitir y cesa
con él todo su Gobierno, que se mantiene en funciones hasta que el presidente
proponga un nuevo primer ministro a la Rada
Suprema (Parlamento). Las severas leyes restrictivas quedan
anuladas y el Parlamento propone una amnistía limitada a los detenidos, previa
condición de que los activistas desalojen los numerosos edificios oficiales y
frenen los ataques callejeros. Es probable que se mantenga esta calma
transitoria a la espera de los próximos acontecimientos, aunque Ucrania se
enfrenta a una disyuntiva de difícil solución, cuyas causas se hunden en el
tiempo.
Existen precedentes que ilustran el momento actual, cuando en las
elecciones de 2004 se produjeron huelgas y manifestaciones conocidas como la
“Revolución Naranja”, a causa de las innumerables sospechas de fraude
electoral a favor del entonces candidato prosoviético y, en la actualidad,
presidente de Ucrania. Entonces, como ahora, la población se dividía en dos
bandos, de los cuales la opción prooccidental resultó derrotada, lo que dio
lugar a disturbios. El líder de la oposición, Viktor Yúshchenko, fue
envenenado pero consiguió sobrevivir, quedando desfigurado.
Ucrania siempre ha sufrido altibajos en su convivencia con
la vecina potencia soviética (URSS), de la que formó parte a partir de 1922.
Sin embargo, su relación histórica con Rusia se remonta más de mil años atrás,
al compartir etnia eslava, un idioma de raíz común y la misma religión ortodoxa
mayoritaria, pero también las purgas estalinistas, la colectivización de la
agricultura y las hambrunas. No en balde los rusos la consideran “la pequeña
Rusia”. Como “puerta” estratégica entre el Este y el Oeste, entre Europa y Asia, el país fue arrasado por las hordas mongoles
en 1240, que destruyeron totalmente Kiev, e invadido por las tropas de Napoleón
y Hitler.
Buscando un lugar propio en el conjunto de las naciones
modernas, el giro cada vez menos disimulado que muestra Ucrania hacia Occidente
levanta ampollas en Moscú, que intenta no “perder” más países de su ámbito
territorial de influencia, como sucedió con las repúblicas bálticas. Además de
intereses geoestratégicos, existen otros de índole económica y militar, ya que
por allí transcurren los gasoductos que transportan el gas ruso (la mayor
reserva de gas natural del mundo) a Europa y en Sebastopol se enclava la base
de la Flota Soviética
del Mar Negro. Demasiados intereses para jugárselos en unas revueltas
ciudadanas que polarizan al país, por mucho que la idea de integrarse en la Unión Europea
atraiga a una parte considerable de la población y sirva de excusa a las
pretensiones de una oposición fragmentada y tan desacreditada como el propio
Gobierno, acusado de “irregularidades”.
Un país abatido por la corrupción, donde “florecen”
oligarcas” millonarios capaces de comprar voluntades políticas, y prácticamente
en una ruina que esquiva gracias a las ayudas que le presta Moscú a cambio de
sumisión y lealtad, no puede escapar de la atracción de un Occidente que parece tan
asequible y que se acerca de la mano de una Europa que no oculta sus deseos de
ampliación hacia el Este. De ahí que Putin advirtiera que no piensa consentir
injerencias en los problemas internos de Ucrania, aviso que verbalizó en
persona frente a una Comisión Europea que jalea las revueltas como si de
“primaveras” revolucionarias se tratasen, a semejanza de las árabes, iniciadas
en 2010, de resultados tan poco esperanzadores.
Es complicado adivinar el futuro de un país desgarrado por ese
alma dual, que se debate entre el sentimiento maternal ruso y la ilusión de una
emancipación que cree posible conquistar con Europa. Una solución sumamente difícil
por cuanto la integración en la UE
significaría aceptar la cláusula de defensa mutua del Tratado de Lisboa, que
pondría a Ucrania bajo el paraguas de la OTAN , algo intolerable para el poderoso vecino
soviético, que busca recuperar su hegemonía de Gran Potencia y mantener bajo control
el periférico espacio “amortiguador” que conforman sus antiguas colonias.
En Ucrania, pues, pasan muchas cosas que evidencian un problema
complejo e histórico, en el que se mezclan la identidad nacional, las ansias de
libertad y democracia de la población, la búsqueda de oportunidades y progreso
que refleja un Occidente cercano y el mantenimiento de los lazos culturales,
económicos y políticos que la unen con Rusia. Que de ello surja una guerra
civil, una ocupación militar o el estatus de una asociación con la UE que preserve las buenas
relaciones con Rusia, son las posibilidades abiertas de un futuro inmediato que
ahora mismo están encima de la mesa.
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