Es muy fácil ser donante de órganos. Basta con fallecer para que te extraigan las vísceras correspondientes, previa autorización de la familia doliente. Es un acto pasivo que se efectúa después de muerto, excepto los casos de donantes vivos. Hasta el lema que se utiliza para promocionarlos subraya esta singularidad: “No te lleves tus órganos al cielo, aquí alguien puede necesitarlos”. Por ese motivo, la tasa de donantes de órganos es superior proporcionalmente, incluso, a la de donantes de sangre, algo mucho más sencillo, menos cruento y cotidianamente más necesario. Sin embargo, somos reacios a donar sangre, entre otros motivos, porque requiere el esfuerzo “activo” de acudir a cederla, dedicarle una parte de nuestro tiempo y mantener el compromiso de repetir la donación de forma regular. No sólo es temor lo que nos impide ser un país autosuficiente en donantes de sangre y derivados, sino desidia y una concienciación poco crítica.
Somos partidarios, en cambio, de responder a llamamientos puntuales a causa de una emergencia surgida de improviso (catástrofes, atentados, accidentes, etc.) o porque identificamos al beneficiario de nuestra acción, como esas peticiones que se realizan para alguien conocido o familiar. Poner rostro a la “necesidad” nos conmueve mucho más que garantizar una asistencia de forma permanente y para todos. Lo que antes se resolvía con carteles pegados por las esquinas, ahora inunda las redes sociales con mensajes y fotografías que no dudan en violar el derecho a la intimidad y la propia imagen del paciente, sobre todo si se trata de menores de edad.
Se trata de una conducta “cuasi” solidaria que conforma un estadio previo al altruismo responsable que cabría esperar de ciudadanos informados y cohesionados con la comunidad de la que forman parte. La cuasi solidaridad que manifiestan está dirigida hacia destinatarios concretos que estimulan, por las razones que sean, una respuesta limitada en tiempo e intensidad, que sólo perdura si la relación con el emisor se mantiene abierta. En cuanto se interrumpe o se rompe esa relación (de cercanía, familiar, personalizada), se extingue la disposición solidaria del receptor. Nos olvidamos, entonces, de que la “necesidad” continúa para muchos otros que, sin rostro visible, nos negamos a reconocer y auxiliar. Nos resulta más cómodo ofrecer una solidaridad dirigida que asumir una conducta verdaderamente solidaria, generosa y altruista que resuelva de forma definitiva esas “necesidades”.
La donación en España es, por ley, desinteresada, universal, voluntaria y anónima. Ello no ha evitado la existencia de campañas particulares que concitan la solidaridad hacia una persona en concreto. Avisos de donar plaquetas para fulano, médula para mengano o recursos para conseguir un trasplante en el extranjero son frecuentes en Internet o en ámbitos circunscritos al entorno del necesitado. Siempre me han parecido contraproducentes e inexactos. En primer lugar, porque en vez de estimular la donación como actitud sincera, lo que consiguen estas campañas individualizadas es abonar una solidaridad “estanco”, reservada a casos particulares que delatan antes un egoísmo interesado que una actitud realmente altruista. Y si al egoísmo añadimos la ignorancia acerca de la problemática de la donación, hallamos el germen de esas expresiones con las que suelen escudarse los que reniegan un compromiso más eficaz y franco: “yo dono cuando haga falta”, “yo dono cuando surge algo grave”, “sólo lo hago si es para un familiar”, etc.
Pero es que, además, tal “fragmentación” de la solidaridad favorece la aparición de un lucrativo negocio para empresas privadas que, en vez de contribuir a captar donantes en beneficio de la colectividad, buscan la rentabilidad propia y socavan los esfuerzos por alcanzar una sociedad concienciada y realmente solidaria, que no abandona a quien no tenga capacidad y recursos para ello. Bancos privados de médula ósea, de cordón umbilical, células madres, trasplantes e injertos en hospitales privados en el extranjero, etc., constituyen planteamientos legítimos, desde el punto de vista mercantil, pero incompatibles con una sanidad gratuita, universal y pública.
De ahí que sea comprensible la orden de Sanidad de prohibir los “llamamientos colectivos para la donación a favor de un paciente concreto”, dejando esta responsabilidad a la Organización Nacional de Trasplantes (ONT), aunque la medida disguste a colegas admirados y respetados. Es posible que, inicialmente, las campañas de solidaridad para particulares sean mucho más eficaces que una en abstracto, pero la sensibilización se agota con el objetivo propuesto -ayudar a una persona en concreto-, sin que se enraíce un compromiso más universal y duradero. No hay que exhibir estadísticas para asegurar que la inmensa mayoría de los donantes registrados en España lo son por convencimiento personal y sin ningún interés individual. Una actitud mucho más digna y positiva si lo que se pretende es satisfacer adecuadamente la demanda de donaciones que reclama nuestra atención sanitaria, y no mostrar una conducta puntual loable pero transitoria.
Distinto es que, como sospecha nuestro citado compañero, la medida gubernamental persiga el control de los movimientos solidarios y evitar que se descubran los recortes y escasos recursos que se disponen para gestionar la donación en nuestro país. Si fuera así, habría que denunciarlo en voz alta, pero exigiendo el apoyo y la potenciación de los medios para extender valores éticos y solidarios entre la población, de forma general, y no conformarnos con iniciativas individuales que no resuelven el problema de la donación. Es la única manera de no poner nunca en riesgo la vida de ningún necesitado de trasplante, injerto o transfusión en España, independientemente de si pertenece a alguna fundación o iniciativa solidaria en particular.
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