Cumplir condena dictada por los tribunales, que
no se puede alargar por invalidar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos la
aplicación retroactiva de la doctrina Parot, es el precio con el que el
ajusticiado salda su deuda con la Justicia. La exigencia de arrepentimiento es un
precio “moral” que persigue el reconocimiento de las víctimas, para que se restablezca,
como mínimo, la dignidad arrebatada por la barbarie de sus verdugos. La primera
exigencia -de justicia- ha sido satisfecha por los excarcelados etarras; la
segunda -la moral-, no. De ahí brota el dilema que enfrenta la ley con el
deseo. Una se cumple, la otra no.
Sin embargo, intentando dejar al margen en lo
posible los sentimientos, el acto de los excarcelados en Durango, al hacer público un
comunicado por el que aceptan las vías políticas para defender sus ideas
independentistas, expresan el rechazo explícito a la violencia y la lucha
armada (terrorismo), asumen la legalidad penitenciaria (para acceder a
beneficios penitenciarios) y la responsabilidad de las “consecuencias del
conflicto” (eufemismo con el que aluden al daño causado), es una contundente e
inapelable victoria de la democracia y del Estado de derecho frente a quienes
pretendían subvertirlo y derrocarlo mediante el terror. Es, de manera rotunda,
la expresión más patética de derrota y rendición por parte de confesos y
vencidos terroristas que ayer buscaban hincar de rodillas a un país que ha
sabido enfrentarse al desafío de los violentos mediante la ley.
Desde que ETA iniciara su macabra actividad,
matando en 1960 a
una niña de 22 meses en San Sebastián al hacer explosionar una bomba en la Estación de Autobuses, hasta
la última víctima de su locura, el gendarme francés acribillado por un comando
que pretendía robar unos vehículos en Francia, en 2010, son 829 cadáveres los
que deja de balance un fanatismo asesino que acaba exhibiendo su derrota en el
triste espectáculo de Durango. Ni han vencido, ni convencido ni conseguido
ninguno de sus alucinantes propósitos por medios violentos, que incluían la
extorsión y el tiro en la nuca.
El camino recorrido hasta este principio del
fin de ETA es largo, doloroso y, en ocasiones, vergonzante. La obligada unidad
de los demócratas no siempre ha sido lo monolítica que hubiera sido necesario y
se ha visto amenazada por cálculos partidistas en algunos de sus protagonistas.
Es cierto que todos los Gobiernos de la democracia han intentado hallar
soluciones a la violencia a través del diálogo, pero tales negociaciones
siempre fueron torpedeadas por intransigentes de ambas partes. Un camino que,
incluso, ha explorado equivocados atajos de “guerra sucia” a través de una
violencia paraestatal y parapolicial que sólo favorecía la espiral de bombas y
secuestros sin fin.
Todas las medidas que a la postre han resultado
eficaces, aparte de la imprescindible actuación dentro de la legalidad de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y de los Servicios de Inteligencia, fueron las
emprendidas desde la lealtad al Estado de derecho y asumidas democráticamente
por los representantes de la soberanía popular. En ese sentido, y alabando la
acción de todos los Gobiernos a la hora de encarar el terror con las armas de
la ley, hay que destacar la firmeza en el empeño por apresar a los terroristas
para ponerlos a disposición de la
Justicia , con la colaboración al principio tibia y después
intensa de Francia, y la política de dispersión geográfica que ha impedido la
concertación del colectivo de presos con la dirección de la banda. El resultado
de todo ello es que prácticamente el 90 por ciento de ETA está en prisión, por
lo que la banda sólo aspira a conseguir mejoras por vía legal para acelerar una
salida, negociada e individualizada, de los presos, algo impensable si antes no
anuncia su disolución y entrega las armas.
No hay que olvidar, tampoco, que a este
desenlace contribuyó el vilipendiado expresidente socialista, José Luis
Rodríguez Zapatero, cuando impulsó estando en la oposición, en el año 2000, el
Pacto Antiterrorista: un acuerdo suscrito por el Gobierno de José María Aznar
por el que los dos grandes partidos capaces de gobernar España, PP y PSOE, se
comprometieron a impulsar conjuntamente las libertades y la política contra
ETA, lo que sirvió para ilegalizar a aquellas formaciones políticas, como
Batasuna, que amparaban la violencia y cobijaban a los violentos. Y la
creación, en 2004, del Alto Comisionado para la Atención a las Víctimas
del Terrorismo, con un Gobierno socialista, con la intención de coordinar todas
las acciones de ayuda y asistencia a las víctimas, desde el ámbito de la Administración , y
que, sin embargo, fue objeto de duras críticas por parte de una de las
Asociaciones de Víctimas (AVT), que acusaba al Gobierno de hacer lo que ella
misma practicaba: utilizar políticamente a las víctimas como arma arrojadiza.
No
siempre hubo buena fe en la lucha contra el terror, pero el final de los
atentados terroristas y de los asesinatos indiscriminados de inocentes es una
clara victoria que ha de ser reconocida en el haber de la democracia y en la
voluntad de los pacíficos. Es un triunfo
inimaginable no hace muchos años, cuando ETA llenaba de horror los ojos
de los españoles. Y es un éxito de la ley y del Estado de derecho, cuyas
decisiones no cabe cuestionar cuando, cumplidas las penas, los condenados quedan
en libertad y se reúnen sin mostrar ningún remordimiento. Su maldad es posible
que no haya sido eliminada con la cautividad de la cárcel, pero las
consecuencias de tanta maldad han quedado definitivamente extirpadas de nuestra
realidad: ya no hay atentados ni muere gente a causa del terrorismo de ETA. Se
trata del mejor mensaje que se puede enviar a las víctimas de tanta sinrazón, y
no enzarzarnos en una discusión entre la ley y el deseo.
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