Nos dejan salir al recreo. Esta es la sensación que sentimos
con el alivio, todavía muy discreto, de las medidas que nos mantenían enclaustrados
en nuestros domicilios desde hace dos meses. Una sensación de libertad (¡qué
verdad que las cosas se echan de menos cuando las perdemos!) al poder respirar aire
y sentir su caricia durante los pequeños paseos que ya podemos dar por la
calle. E ir agarrados de la mano con la pareja, sin que nadie nos mire como si
fuésemos peligrosos o sospechosos de crímenes de lesa humanidad. Todavía falta
mucho para que nuestras vidas recuperen la normalidad que perdimos por culpa de
un bicho sumamente contagioso que nadie supo cómo combatir, salvo poniéndonos a
la defensiva y ocultándonos en nuestras casas. Ni, menos aún, prever su
aparición y la intensidad de la enfermedad que provoca. Cogió a todo el mundo
distraído y sin defensas, tanto inmunológicas como farmacéuticas y médicas. La
naturaleza vuelve a doblegar la soberbia de nuestras capacidades para reinar
sobre las especies vivas y el planeta. Con lo menos que se despacha de “vida” (un
virus es un puñado de moléculas encapsuladas que ni siquiera puede reproducirse
por sí mismo; es decir, no cumple con la definición de vida: algo que nace,
crece, se reproduce y muere) se ha puesto en jaque, no sólo a organismos
infinitamente más complejos como somos las personas, sino que ha paralizado las
sociedades que constituimos, los países que habitamos y la economía que hemos inventado
para nuestros trueques y cambalaches.
Mientras disfrutamos de este recreo tan limitado, que nos
devuelve la esperanza de una cotidianidad arrebatada, no puedo dejar de pensar en
si hemos aprendido la lección. Si dejaremos de luchar por lo superfluo y nos
dedicaremos a reforzar lo que echamos en falta cuando nos lo quitan: los seres
queridos, los afectos y esas pequeñas rutinas que nos relacionan unos con
otros. Si la avaricia y la ambición darán paso a la generosidad y la
solidaridad. Y si apreciaremos mejor lo público y común que nos hace iguales o
seguiremos persiguiendo lo privado y lo material con los que exhibimos nuestro egoísmo.
Me pregunto si, después de esta experiencia demoledora que nos ha hecho
renunciar a tantas cosas y que se ha llevado a la tumba a tantos mayores, abuelos
abandonados en la soledad fúnebre de unas residencias para despojos humanos y
enterrados sin las lágrimas de sus seres queridos, me pregunto, digo, si
volveremos a las andadas. Y me temo que, en cuanto se nos pase el espanto, seguiremos
tropezando con la misma piedra: la de nuestra soberbia e indiferencia,
creyéndonos más listos que un virus.
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