El presente año de 2020 siempre será recordado por su
excepcionalidad, no se diluirá en esa nebulosa en la que se pierden en nuestra
memoria las fechas intrascendentes y anodinas que, por su reiteración, se
confunden unas con otras. 2020 será especial y caracterizará nuestra época, no
sólo por su bonita y cacofónica -que no capicúa- expresión numérica, sino por
ser la fecha en que nos alcanzó una inaudita peste en el siglo XXI. Este año,
probablemente, podría ser tachado como “el año del murciélago”, emulando al
calendario chino, a causa de la pandemia provocada por un virus nuevo,
desconocido, sumamente contagioso y de cierta mortalidad que contagió al ser
humano desde un animal, presumiblemente un murciélago, un vulgar Rhinolophus
ferremequinum (por su hocico en forma de herradura), de los que se
comercializan en un mercado, precisamente chino, de la ciudad de Wuhan. Un modo
realmente cutre de contraer una infección que acabó extendiéndose por todo el planeta.
Esta nueva enfermedad zoonótica (de procedencia animal),
denominada Covid-19, tiene de particular su inaudita capacidad de contagio,
facilitada por un mundo globalizado, altamente intercomunicado, que permitió la
propagación de la epidemia, tras el brote inicial confundido con gripe estacional
y a través de portadores asintomáticos, a un gran número de países que se
vieron sorprendidos por un patógeno que no respetaba aduanas ni culturas ni sistemas
políticos. Sin embargo, no era la primera vez que un germen infeccioso animal
se transmitía al hombre. Otros virus similares, pertenecientes a la amplia
familia de los coronavirus, habían dado un salto semejante anteriormente, como
el SARS-CoV-2 y el MERS-CoV, causantes de patologías respiratorias leves o severas
parecidas a la que provoca la Covid-19, y que emergieron también en Asia a
principios de siglo. Hasta la fecha se han descrito hasta seis patógenos de
similares características (según un estudio del Ministerio de Sanidad) que, a
partir de un reservorio animal, infectan al ser humano provocando cuadros,
principalmente en el aparato respiratorio, más o menos graves, en función de
las patologías previas del enfermo, su sistema inmunitario y otras
circunstancias, como la edad.
Esta última pandemia ha sorprendido, sobre todo al mundo occidental,
por su explosiva propagación incontrolada y -hay que reconocerlo- por la
soberbia humana, incapaz de prever lo imprevisible, aunque existan precedentes de
epidemias semejantes que han tenido repercusión mundial por su morbilidad y
letalidad, como el ébola. Y, lo que es aún peor, por no disponer de instrumentos
de defensa necesarios, no sólo por la inexistencia de fármacos o vacunas, para
proteger eficazmente a la población de cada nación amenazada
por la epidemia. Ante la inminencia de verse contagiados, ningún país se ha
visto exento de improvisar distintas medidas más o menos drásticas para
enfrentarse a un enemigo invisible, casi indetectable, pero muy peligroso por
venir transportado en el aire que respiramos. Y como en las viejas fábulas del
lobo feroz, se ha optado por encerrarse en las casas hasta que el enemigo se
canse, se extinga o se habitúe a convivir con nosotros, más bien nosotros con
él, domesticado como un simple resfriado.
Aparte del colapso sanitario que ha evidenciado las
carencias de nuestros sistemas de salud, otra consecuencia indeseada de la
actual pandemia ha sido la crisis económica que ha desencadenado, al obligar,
durante más de dos meses, al confinamiento estricto de la población y el consiguiente
e inevitable parón de la economía, sin precedentes por causas naturales, mucho más
grave que la última recesión de 2008, cuyas heridas, en cuanto a precariedad
laboral y desigualdad social, todavía hacen sangrar a colectivos vulnerables y
desatendidos.
Por todos estos motivos, será difícil olvidar una estación
que no pudo disfrutarse con plena libertad, la primavera del año del
murciélago, por cerca de esa mitad de la humanidad que se ha visto recluida en
sus domicilios a cal y canto, haciendo acopios de alimentos y otros artículos
de primera o ninguna necesidad, sufriendo un paro forzoso por culpa del cierre
de todo trabajo no considerado esencial (sanidad, alimentación, energía,
transporte y poco más), sintiendo temor, parapetados tras mascarillas y guantes,
a la hora de salir a la calle por el peligro a tropezarse con cualquier
semejante contagioso y extremando el uso de desinfectantes y el lavado de manos
de manera compulsiva.
Los efectos de esta moderna versión de la peste están siendo
devastadores para la salud, la economía y el estilo de vida al que estábamos
acostumbrados. Empezando por una crisis sanitaria que ha mostrado la debilidad de
un servicio público gestionado con criterios mercantiles de rentabilidad y cuyo
abastecimiento dependía de proveedores transnacionales que enseguida se
dedicaron a especular debido al aumento urgente de la demanda. Por una
letalidad del virus que se ha cebado con los asilos, segando la vida de ancianos
indefensos, biológica e institucionalmente, residentes en unas instalaciones creadas
con afán de lucro en vez de para prestar la debida asistencia y seguridad. Y por una crisis económica, previsiblemente, de
dimensiones incalculables, la peor jamás sufrida en tiempos de paz, que
golpeará con inusitada dureza a las economías más endebles del planeta, como la
nuestra. Sin olvidar, por supuesto, por la quiebra de un estilo de vida hedonista
y derrochador, confiado en el disfrute multitudinario y el consumismo, que hacía
oídos sordos a las amenazas al medio ambiente, a la explotación desenfrenada de
recursos y a la sostenibilidad global de un mundo compartimentado en áreas
afortunadas, emergentes y pobres, como si existieran realmente un primer,
segundo y tercer mundo independientes y no un único mundo interdependiente.
Todo ello ha sido puesto en cuestión por un minúsculo virus imprevisto.
Esta primavera impredecible del año del murciélago será,
cómo no, catastrófica en lo laboral, pues según la Organización Mundial del
Trabajo se perderán 198 millones de empleos por las horas que no se han podido
trabajar a causa del confinamiento de la población. Todas las economías del
mundo retrocederán en mayor o menor porcentaje y se verán obligadas a
endeudamientos que lastrarán su posterior recuperación. A pesar de que, al
principio, muchos dirigentes subestimaron los riesgos de la pandemia y actuaron
con demora y casi a empujones, o algunos populistas -como Trump, Johnson y
Bolsonaro, por ejemplo- se mofaron abiertamente y despreciaron su gravedad,
nadie en verdad, ningún profeta ni organismo internacional, pudo imaginar nada
semejante en el mundo. Tampoco en España. La Organización Mundial de la Salud declaró
pandémico el 11 de marzo el brote epidémico de la Covid-19 surgido en China, con
la sospecha de que procedía de un murciélago, a finales de diciembre del año
anterior. Nuestro país, por su parte, declaró el estado de alarma el 14 de
marzo, cuando ya contabilizaba 120 muertos y 4.231 personas contagiadas. Italia
inició antes el confinamiento, pero después de 463 fallecidos y 9.172 personas
infectadas. En general, la respuesta de los Gobiernos ha sido la única posible
y conforme se veían amenazados: confinamiento poblacional, parálisis de la
economía no esencial y medidas presupuestarias con las que paliar los efectos
más perversos de la crisis, según la capacidad y fortaleza de cada país.
Y en esa seguimos: vamos cautelosamente “desescalando” el
confinamiento, recuperando con tiento la actividad económica, diseñando nuevas
pautas de comportamiento colectivo, prometiendo reorientar el modelo productivo
nacional, improvisando cómo gestionar la interrupción educativa en todos los
niveles, agradeciendo al personal sanitario su esfuerzo sin garantizar ninguna
mejora del sistema, valorando cómo modificar la titularidad mixta de las
residencias de ancianos para proteger mejor a nuestros mayores y recabando socorro
financiero a instituciones comunitarias que permitan aliviar el fuerte
endeudamiento al que obligó esta crisis sanitaria. Es decir, ignorando qué va a
pasar mañana ni sabiendo cómo saldremos de esta endemoniada primavera del año
del murciélago que jamás olvidaremos, pues será la del año en que cambió bruscamente
nuestras vidas.
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