Nosotros mismos y nuestro mundo alrededor, ¿cómo seremos
mañana? Esta es la pregunta que una gran mayoría de ciudadanos, en algún
momento, se ha formulado mientras ha estado viviendo la inaudita experiencia
del confinamiento al que ha obligado la emergencia sanitaria provocada por la
pandemia del Covid-19. Una situación extraordinaria, jamás imaginada, que nos ha
tenido encerrados en los domicilios durante más de dos meses, sin poder
siquiera visitar a ningún familiar, y teniendo que adoptar nuevos hábitos sociales
que obligan guardar distancia ante cualquier interlocutor (conocido o
desconocido) y usar elementos de protección, simples barreras físicas
(mascarillas, pantallas, guantes, etc.), para amortiguar el riesgo de contagio que,
sin esa distancia social, representa toda persona.
Además, unido al parón
abrupto de la actividad económica en el conjunto del país, con el cierre de
comercios, fábricas, industrias y demás negocios considerados no esenciales, todo
ello ha supuesto un cambio súbito y radical en las costumbres y en nuestra manera
de ser, una ruptura de la cotidianeidad hasta el extremo de provocarnos angustia
e incertidumbres por el futuro, por el mañana que nos aguarda. Un interrogante
envuelto en ansiedad que surge porque se ignora si estos cambios serán
temporales o permanentes y si afectarán a nuestro “ser y estar” natural, que caracterizaba
a la realidad que conocíamos.
Salvo mentes privilegiadas clarividentes, el ser humano no
es capaz de saber, cuando asiste de protagonista, si las transformaciones que
se producen en cada momento histórico generan un mundo distinto. Se muestra
miope a la hora de valorar la importancia de los cambios que caracterizan cada
época. Sólo unos pocos perciben de forma inmediata la ruptura del mundo conocido
y reconocen el tránsito a una situación nueva, totalmente inimaginable e
imprevista. Por ello, cualquier alusión a un posible cambio abrupto que transforme
nuestro modo de vida es considerado una visión pesimista, cuando no
apocalíptica. Sin embargo, la disrupción de la historia no es infrecuente sino
una constante que hace que ésta avance dando retrocesos, no en forma progresiva
o rectilínea, a través del tiempo. Por eso, no es descabellado esperar que,
tras los cambios experimentados a causa de esta pandemia, que aún no ha sido resuelta
definitivamente, el mundo y muchas de nuestras rutinas no volverán a ser los
mismos, que aquella forma de vida será irrecuperable. Y aceptarlo es la mejor
manera de empezar a amoldarnos a estas nuevas circunstancias, a fin de evitar
que causen peores trastornos.
Porque han sido tantas las transformaciones acaecidas en
nuestras vidas que el desasosiego ha hecho mella en nosotros, alimentando el
pesimismo, la incertidumbre y hasta el temor por un tiempo venidero que vemos
de color negro. Y no sólo por las cautelas que hemos de mantener en los usos
sociales, sino también por la forma de sociedad a que abocan tales cambios, haciéndola
más insegura y recelosa; por las nuevas condiciones laborales, que con el
teletrabajo y el aislamiento social inciden en la inestabilidad, la precariedad
y la discriminación laboral; y hasta por el modelo económico o productivo que parece
emerger después de la irrupción del virus. Son muchas, pues, las cuestiones
afectadas por la pandemia que deberán ser repensadas y modificadas, si se quiere
minimizar nuestra vulnerabilidad frente a futuras y probables emergencias
sanitarias de similar o mayor magnitud. Y todas ellas nos instan a redefinir
nuestro papel y relación con el mundo que hemos construido, y que creíamos controlado.
De entrada, ignoramos o conocemos poco, por lo que no podemos
o no nos interesa prever, los patógenos a los que estamos expuestos y cuya infección
favorecemos gracias a la osadía con que manipulamos a nuestra conveniencia -comercial-
la naturaleza. Así, una tradición local en un remoto mercado de animales ha
posibilitado que un germen animal salte al ser humano y se propague endiabladamente
por todo el orbe, a la rauda velocidad de nuestra capacidad de intercambios
personales y desplazamientos. Mientras se confía en alguna vacuna o fármaco que
combata la enfermedad, cosa que tardará cuando menos 18 meses en ser
descubierta y estar disponible para toda la humanidad (para el Covid-19 será
pronto porque las farmacéuticas investigan medicamentos que ahora son sumamente
rentables), el miedo al contagio ha instalado entre la población el alejamiento físico,
la distancia social y la histeria hipocondríaca por la asepsia y la
desinfección, todo lo cual nos inhibe de relacionarnos como solíamos. No sé si se
recuperarán antiguos hábitos, pero lo seguro es que nada será igual que antes,
porque los controles de temperatura, los rastreos de sospechosos de contagiar
(supercontagiosos los llaman ya) y las actitudes de señalamiento o estigmatización
social serán difíciles de erradicar. Ya hemos visto hasta dónde llega el
fanatismo en aquellos que atosigaron y ejercieron el odio contra vecinos que consideraban
focos de “riesgo” (podían contagiar) por su dedicación profesional (sanitarios,
dependientes de supermercados, etc.). Menos mal que no eran judíos.
El colapso de los hospitales ante el incremento de pacientes
afectados por la pandemia ha dejado en evidencia las políticas de “sostenibilidad”
y rentabilidad que se aplicaron no hace muchos años a prestaciones básicas del
Estado, como la sanidad, la educación y la dependencia, entre otras. La escasez
de recursos materiales y humanos, en especial en aquellos servicios de alta
especialización profesional y complejidad tecnológica, como las unidades de cuidados
Intensivos, hizo que los hospitales se vieran desbordados y tuvieran que
improvisar espacios ajenos en los que atender la demanda epidémica. Y lo que es
peor, que se priorizara la atención sanitaria en razón de la edad, lo que
contribuyó en gran medida a que el número de fallecidos por la pandemia se
cebara en los ancianos residentes en asilos que fueron discriminados. Las
denuncias contra las administraciones que dictaron normas en este sentido ya
abundan en los juzgados. La injusticia social que ello denota, sobre todo en
personas vulnerables, es intolerable. Tanto las residencias de ancianos como la
atención hospitalaria tendrán que ser revisadas para que esto no vuelva a
suceder. Eso significa cambiar políticas para enfocarlas a la prestación de
servicios y no a la posibilidad de negocio.
Ello nos impele a cuestionar el modelo económico que
prevalecía en nuestra sociedad, sin renunciar al sistema capitalista que domina
al mundo, pero modulando su rapacidad. Entre otras cuestiones porque, como
afirma Chomsky en una entrevista a la agencia Efe, publicada por diario.es,
los destrozos causados por la pandemia no son otra cosa que un “fallo masivo y
colosal de la versión neoliberal del capitalismo”. Ni los científicos se
prepararon para probables epidemias de otros coronavirus, como la del SARS de
2003, porque parecían remotas e investigarlas no resultaba rentable, y la “sostenibilidad”
de los hospitales hizo que no estuvieran equipados de manera eficaz para afrontar
previsibles incrementos de la demanda asistencial. Todo se hace con el menor
coste y para el mayor beneficio posibles. Esta mentalidad economicista también habría
que modificarla, al menos en cuanto a la provisión de servicios por parte del
sector público y en la externalización al sector privado de los mismos.
Como nos advierte Habermas, el progreso entendido como lo
técnicamente factible, lo económicamente rentable y lo que suscita más
repercusión social, no siempre es lo más conveniente para la sociedad. Ni el
crecimiento es siempre progreso ni el progreso implica necesariamente bienestar
general. Habituados como estamos que el consumo satisfaga casi todas nuestras necesidades,
a cambio de crearnos nuevas necesidades, las deficiencias y desigualdades de
una economía atenta exclusivamente del beneficio irrumpen violentamente cuando
más falta hace que sea un instrumento al servicio de la sociedad en situaciones
excepcionalmente difíciles.
Los nubarrones nos acobardan. Pero si todas esas cuestiones no
son tenidas en cuenta y volvemos a confiar en el mercado para que solucione
nuestros problemas colectivos básicos, no tardaremos mucho en lamentarlo: en cuanto otro
microbio sea inmune a la farmacopea actual o una crisis económica sacuda una
vez más la endeble arquitectura de nuestro mundo contemporáneo. Entonces volveremos
a interrogarnos acerca de cómo seremos mañana, cuando la respuesta es fácil: seremos
más débiles y pobres.
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