He visto cosas que jamás hubiéramos imaginado. Gente
encerrada en sus casas durante semanas, con miedo de acercarse al prójimo,
recelosa del vecino y hasta de sus propios familiares y amigos. Poblaciones
enteras atrincheradas en sus domicilios, devorando horas frente al televisor y
aburrimiento tras las ventanas. Supermercados en lo que se agotaba el papel
higiénico y no la leche o las legumbres. Automóviles con telarañas en los bajos
y polvo sobre los cristales. Niños deseando ir al colegio en vez de quedarse
con sus padres en el hogar. Bares cerrados y centros comerciales sin un alma.
Calles desiertas y parques en los que nadie molestaba a los patos ni tiraba
papeles al suelo. Chimeneas apagadas y negocios en silencio, con las persianas
bajadas. Cielos limpios para que los rallaran las aves con sus piruetas y no
las estelas de los aviones. Días de fiesta y grandes celebraciones sin público
ni ruido, carentes de pancartas, tambores o fuegos artificiales. Ambulatorios y
bancos donde el temor a atender a los usuarios se percibía detrás de carteles y
mascarillas, donde la desconfianza se olía desde la calle. Sólo las moscas
merodeaban centros culturales y educativos, sin que nadie las espantase,
atónitas ante cuadros, estatuas o pupitres silentes y en perpetua penumbra. He
visto un país acobardado ante un enemigo microscópico, refugiado en sí mismo
para esquivar sus ataques traicioneros. Un enemigo extraño pero cruel, que se
cebaba con los indefensos que carecían ya de fuerzas y de ganas para luchar, que era mortal con los viejos. Y que ponía en cuestión nuestro modo de vida y nuestra
confianza, rayana de soberbia. Un simple virus me ha hecho ver cosas que nunca creeríais que
haríamos. Y que recordaremos el resto de nuestras vidas como las vivencias de un enclaustrado.
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