lunes, 4 de mayo de 2020

Vivencias de un enclaustrado (18)


Asoma un rayo de esperanza por el horizonte, una brizna de luz que nos permite adivinar el final del negro túnel de este confinamiento tan largo, que dura ya cerca de dos meses. Las autoridades han anunciado unas pautas para ir reduciendo su dureza de forma progresiva y sumamente cautelosa. Algo es algo. De lo contrario, lo que no se llevó por delante el dichoso virus, ¡y mira que se ha llevado gente por delante!, se lo iba a llevar la depresión, el hartazgo, las manías y la locura que causa permanecer encerrados en nuestros propios domicilios, sin nada que hacer, tanto tiempo. Ya ha comenzado la prometida “desescalada” que nos permitirá ir accediendo poco a poco a nuestras rutinas cotidianas y ocupar las calles con miedo, pero con alegría, hasta alcanzar una “nueva” normalidad. Y eso me escama.

Esa otra normalidad supone un cambio en nuestras costumbres que, al parecer, pasa por que seamos desconfiados y distantes, no vaya a ser que el de al lado nos contagie un virus parapetado en el aire que respira. Acostumbrados a los abrazos y los besos, a agruparnos hasta para ir a desayunar y atestar los bares de manera escandalosa, no sé yo cómo nos comportaremos en esa nueva normalidad a la que nos conducen. Somos un pueblo gregario que vive al aire libre y disfruta del Sol y de las buenas compañías. Pertenecemos a un país que cuenta con más peñas y tascas que la suma de bibliotecas, museos y colegios juntos. Por eso creo que la “nueva” normalidad será un oxímoron con el que pretenden indicarnos que no nos desmadremos. Pero yo lo tengo muy claro. Como no me hagan un trasplante de cerebro, en cuanto me reúna con la familia lo primero que haré es fundirme hasta las lágrimas en esos abrazos que tanto hemos aplazado, y levantar a mis nietos en alto para colmarlos de besos. Se me podrá acusar de irresponsable, pero no soy insensible. ¡Que venga Grande-Marlaska a multarme!

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