Asoma un rayo de esperanza por el horizonte, una brizna de
luz que nos permite adivinar el final del negro túnel de este confinamiento tan
largo, que dura ya cerca de dos meses. Las autoridades han anunciado unas
pautas para ir reduciendo su dureza de forma progresiva y sumamente cautelosa.
Algo es algo. De lo contrario, lo que no se llevó por delante el dichoso virus,
¡y mira que se ha llevado gente por delante!, se lo iba a llevar la depresión,
el hartazgo, las manías y la locura que causa permanecer encerrados en nuestros
propios domicilios, sin nada que hacer, tanto tiempo. Ya ha comenzado la
prometida “desescalada” que nos permitirá ir accediendo poco a poco a nuestras
rutinas cotidianas y ocupar las calles con miedo, pero con alegría, hasta
alcanzar una “nueva” normalidad. Y eso me escama.
Esa otra normalidad supone un cambio en nuestras costumbres
que, al parecer, pasa por que seamos desconfiados y distantes, no vaya a ser
que el de al lado nos contagie un virus parapetado en el aire que respira.
Acostumbrados a los abrazos y los besos, a agruparnos hasta para ir a desayunar
y atestar los bares de manera escandalosa, no sé yo cómo nos comportaremos en
esa nueva normalidad a la que nos conducen. Somos un pueblo gregario que vive
al aire libre y disfruta del Sol y de las buenas compañías. Pertenecemos a un
país que cuenta con más peñas y tascas que la suma de bibliotecas, museos y colegios
juntos. Por eso creo que la “nueva” normalidad será un oxímoron con el que pretenden
indicarnos que no nos desmadremos. Pero yo lo tengo muy claro. Como no me hagan
un trasplante de cerebro, en cuanto me reúna con la familia lo primero que haré
es fundirme hasta las lágrimas en esos abrazos que tanto hemos aplazado, y
levantar a mis nietos en alto para colmarlos de besos. Se me podrá acusar de
irresponsable, pero no soy insensible. ¡Que venga Grande-Marlaska a multarme!
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