Seguimos maniatados a la espera de una normalidad que tarda
en llegar. Una normalidad que se promete nueva o diferente de la que nos
arrebataron a principios de marzo pasado con la pretensión de protegernos de
una epidemia que, es cierto, ha asolado países confiados en sus dotaciones
sanitarias o que respondieron con menos celeridad al envite. Por lo que fuere, la
epidemia ha castigado a España con saña, dejando un reguero de cerca de 30.000
muertos en el cómputo de víctimas de una infección vírica de origen animal.
La “joya
de la corona” de nuestro Estado de Bienestar, el Sistema público de Salud, ha
estado a punto de colapsar, más por la reducción de recursos materiales y
humanos que padeció cuando hubo que ahorrar para “salvar” a los bancos, que por
la fuerte demanda sanitaria que la pandemia ha ocasionado. Carpas y pabellones
feriales tuvieron que ser acondicionados para convertirlos en improvisados
hospitales en los que atender el incremento inusitado de pacientes. Pero la peor parte se
la llevaron las residencias de ancianos que han sufrido en sus carnes la
crueldad de una situación sanitaria para la que no estaban preparadas:
dispensar tratamiento médico a abuelitos sumamente vulnerables que caían como
moscas ante una enfermedad que se cebó en ellos. Cerca de la mitad de todos los
fallecidos han sido estas personas mayores que, en su mayor parte, se les
impidió el ingreso en los hospitales. Desde esa anormalidad asistencial hemos ahora
de transitar hacia una nueva normalidad. ¿Cuál? ¿Hospitales para todos u
hospitales para unos cuantos, más allá de su titularidad?
La única receta aplicada para enfrentarnos a esta emergencia
sanitaria ha sido el aislamiento social, con todo lo que ello conlleva.
Confinamiento de la población y parón de la actividad económica. Con cuenta
gotas se están levantando las prohibiciones, para desesperación de todos, salvo
de los que se erigen, sin que nadie los nombre, en tutores legales y morales de sus vecinos: gente que exige responsabilidad a los demás, sin reparar que tal
exigencia empieza por uno mismo, haciendo una interpretación interesada de los
titulares de normas o recomendaciones que no leen ni entienden en su totalidad.
Desde esta anormalidad social hemos de desembocar en una nueva normalidad. ¿Cuál?
¿Una sociedad de personas con criterio o una sociedad de menores de edad que precisa
de la tutela cívica y moral?
El país ha tenido que centralizar en un mando único el
control epidemiológico de la pandemia para imponer normas y actuaciones al
conjunto de la nación. Controlada la propagación de la infección, el Gobierno
se resiste devolver a los gobiernos regionales la responsabilidad de ordenar en
sus territorios el tránsito hacia esa prometida nueva normalidad. Desconfía de
órganos autonómicos que son parte consustancial del Estado. Pretende tutelar la
administración territorial de un Estado funcionalmente federal, cuando cada
comunidad se distingue por características y peculiaridades distintas, no sólo
culturales sino también económicas y geográficas. También, políticamente, se
exige ya esa nueva normalidad que tanto se retrasa. Pero ¿cuál? ¿La de un
Estado cuasi federal, que confía lealmente en sus instituciones, o la de un
Estado centralista que recela de los poderes periféricos?
Desde el ámbito que sea, la normalidad tantas veces
anunciada no acaba de aparecer por el horizonte. En cambio, lo que sí abundan
son esos “profetas” de la buena nueva que, mientras tanto, procuran dirigir la
vida de todos, imponiendo su particular y discutible criterio de “normalidad”
que sólo ellos saben interpretar con fidelidad de converso. Como no recuperemos
pronto la autonomía de nuestro comportamiento y responsabilidad, acabaremos prefiriendo
morir por el virus que por la paliza insoportable que hemos de aguantar de
tantos “protectores” plastas.
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