viernes, 22 de mayo de 2020

Esperando la normalidad


Seguimos maniatados a la espera de una normalidad que tarda en llegar. Una normalidad que se promete nueva o diferente de la que nos arrebataron a principios de marzo pasado con la pretensión de protegernos de una epidemia que, es cierto, ha asolado países confiados en sus dotaciones sanitarias o que respondieron con menos celeridad al envite. Por lo que fuere, la epidemia ha castigado a España con saña, dejando un reguero de cerca de 30.000 muertos en el cómputo de víctimas de una infección vírica de origen animal.

La “joya de la corona” de nuestro Estado de Bienestar, el Sistema público de Salud, ha estado a punto de colapsar, más por la reducción de recursos materiales y humanos que padeció cuando hubo que ahorrar para “salvar” a los bancos, que por la fuerte demanda sanitaria que la pandemia ha ocasionado. Carpas y pabellones feriales tuvieron que ser acondicionados para convertirlos en improvisados hospitales en los que atender el incremento inusitado de pacientes. Pero la peor parte se la llevaron las residencias de ancianos que han sufrido en sus carnes la crueldad de una situación sanitaria para la que no estaban preparadas: dispensar tratamiento médico a abuelitos sumamente vulnerables que caían como moscas ante una enfermedad que se cebó en ellos. Cerca de la mitad de todos los fallecidos han sido estas personas mayores que, en su mayor parte, se les impidió el ingreso en los hospitales. Desde esa anormalidad asistencial hemos ahora de transitar hacia una nueva normalidad. ¿Cuál? ¿Hospitales para todos u hospitales para unos cuantos, más allá de su titularidad?

La única receta aplicada para enfrentarnos a esta emergencia sanitaria ha sido el aislamiento social, con todo lo que ello conlleva. Confinamiento de la población y parón de la actividad económica. Con cuenta gotas se están levantando las prohibiciones, para desesperación de todos, salvo de los que se erigen, sin que nadie los nombre, en tutores legales y morales de sus vecinos: gente que exige responsabilidad a los demás, sin reparar que tal exigencia empieza por uno mismo, haciendo una interpretación interesada de los titulares de normas o recomendaciones que no leen ni entienden en su totalidad. Desde esta anormalidad social hemos de desembocar en una nueva normalidad. ¿Cuál? ¿Una sociedad de personas con criterio o una sociedad de menores de edad que precisa de la tutela cívica y moral?

El país ha tenido que centralizar en un mando único el control epidemiológico de la pandemia para imponer normas y actuaciones al conjunto de la nación. Controlada la propagación de la infección, el Gobierno se resiste devolver a los gobiernos regionales la responsabilidad de ordenar en sus territorios el tránsito hacia esa prometida nueva normalidad. Desconfía de órganos autonómicos que son parte consustancial del Estado. Pretende tutelar la administración territorial de un Estado funcionalmente federal, cuando cada comunidad se distingue por características y peculiaridades distintas, no sólo culturales sino también económicas y geográficas. También, políticamente, se exige ya esa nueva normalidad que tanto se retrasa. Pero ¿cuál? ¿La de un Estado cuasi federal, que confía lealmente en sus instituciones, o la de un Estado centralista que recela de los poderes periféricos?

Desde el ámbito que sea, la normalidad tantas veces anunciada no acaba de aparecer por el horizonte. En cambio, lo que sí abundan son esos “profetas” de la buena nueva que, mientras tanto, procuran dirigir la vida de todos, imponiendo su particular y discutible criterio de “normalidad” que sólo ellos saben interpretar con fidelidad de converso. Como no recuperemos pronto la autonomía de nuestro comportamiento y responsabilidad, acabaremos prefiriendo morir por el virus que por la paliza insoportable que hemos de aguantar de tantos “protectores” plastas.      

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