Así podría iniciar este relato, con el último verso que
escribió Antonio Machado en su exilio en Coulliure poco antes de morir, para
plasmar las sensaciones que causan estas jornadas diáfanas de un otoño con
ínfulas invernales con que nos despertamos cada mañana. Un cielo limpio y
transparente en el que sólo un sol tímido rasga el lienzo azul con su perfecta redondez
amarillenta. Días de frescor matutino que invitan a solazarse por calles, plazas
y jardines para disfrutar del aire cristalino y los aromas de la vida. O para
aventurarse al campo a descubrir el encanto de una naturaleza salvaje o
domesticada por la mano del hombre, pero habitada por una flora y una fauna que
aún no renuncia a su hábitat. Cielos limpios y rayos de sol que se agradecen
en el rostro nos remiten, como al poeta, a aquellos tiempos infantiles en que este
ambiente nos empujaba al juego y la diversión, o movían a la inocencia a mirar
con ternura la limpieza de un aire que hacía brillar las hojas y los amigos. Por eso,
sólo con observar durante el paseo esos árboles que apuntan al celeste límpido,
vienen a la memoria los versos del poeta y la añoranza de una infancia lejana y feliz.
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