Así, imbuidos en la cerrazón de la intolerancia y el fanatismo,
se puede llegar a derribar estatuas, como ha pasado con la de Cristóbal Colón, erigida
en 1973 en la ciudad de Los Ángeles, en el progresista estado de California de
Estados Unidos, debido a las “atrocidades” que representa el marinero español,
nacido en Génova. Aducen los impulsores municipales de la medida, como
justificación, que no desean que símbolos de la conquista española, al parecer
vergonzante, permanezcan en calles y plazas, ya que representan “la atrocidad del
mayor genocidio de la historia”. Vuelve a resurgir, así, si es que alguna vez se
había ido, la vieja “leyenda negra” que desató el descubrimiento de América por
parte de marinos del imperio español en el siglo XV. Y vuelve, con renovados
bríos revisionistas, a lomos de ese odio que se propala contra el diferente, el
foráneo, el otro. Odio, en esta ocasión y este tiempo, a todo lo que signifique
ser hispano en los Estados Unidos de Donald Trump, el presidente empeñado en
una batalla por la supremacía blanca, protestante y anglosajona, como señas de
identidad de su “América, primero”. Empeño extraño en un país forjado por
colonos llegados a esas tierras y que no dudaron en reprimir, aniquilar o aislar
a las comunidades indígenas que encontraron a su paso, durante su “invasión” de
este a oeste.
Habían sido políticos de ascendencia italiana, que no
españoles, los que impulsaron el “Columbus Day” en diversas ciudades
norteamericanas a finales del siglo pasado, efemérides que aprovechó una
asociación de esa nacionalidad, del sur de California, para regalar la estatua
del navegante que se ha retirado de un parque del centro de Los Ángeles. En
contra de tales actos y de las efigies y placas que hacen alusión al
“descubrimiento” de América, existe en EE UU un movimiento revisionista que
niega el hecho del descubrimiento por parte de conquistadores españoles, a los que
siguieron portugueses, británicos y holandeses, y que, en cualquier caso, consideran
a Colón como “el padre fundador del genocidio en el Nuevo Mundo”. Aunque la
inmensa mayoría de los historiadores no cuestiona la hazaña del almirante
genovés y lo que supuso, aun en la errónea creencia de alcanzar Asia, para la
conquista de nuevos espacios que agrandaron el mundo, ningún especialista en
Historia considera el descubrimiento de América como una campaña de exterminio
o genocidio planificado, a pesar de los destrozos, enfrentamientos y choques
culturales que se originaron entre los conquistadores españoles y las
poblaciones nativas a la hora de colonizar un vasto territorio que se extendía
desde California hasta la Tierra del Fuego.
Quienes persiguen modificar a su antojo la historia, además
de derribar estatuas, se verán obligados a cambiar el nombre de muchas de las ciudades
del sur de EE UU, incluida Los Ángeles, fundadas por esos conquistadores de los
que ahora reniegan, e inventarse un nuevo origen que sea ajeno a su pasado colonial
español. Desde San Francisco a San Agustín (la capital de la Florida española),
pasando por San Diego o Santa Fé, la huella histórica de la conquista española en
América es indeleble, incluso en la nominación de ocho de los 50 estados que
conforman el actual EE UU (Colorado, Florida, California, Montana, Texas
–Tejas-, etc.). Difícil cometido tienen, por tanto, estos impulsores del revisionismo
histórico para elaborar un nuevo relato del papel del antiguo imperio español
en América que encaje con su visión victimista de un nacionalismo enemigo de la
diversidad y la realidad histórica.
Incluso invocando torticeramente una supuesta intención exterminadora
o genocida en la gesta española, los revisionistas verán difícil tergiversar
unos hechos acreditados documentalmente por historiadores e investigadores rigurosos
en Ciencias Sociales. Entre otros motivos, porque el papel de los tópicos y las
leyendas interesadas, al servicio de intereses ideológicos del presente, han
sido suficientemente contestados desde la veracidad histórica y la
documentación científica. De hecho, la hispanofobia y las exageraciones sobre
las iniquidades en la conquista de América por los españoles han quedado
demostradas como productos de una propaganda tan antigua como el viejo imperio
español, que ya en su tiempo tuvo que enfrentarse, como cabeza del mundo
católico, al anglosajón y el mundo protestante. Una propaganda que oculta que mataron
más las epidemias, como la de viruela, que las espadas de los españoles. O que
el “genocida” imperio español fue pionero en reconocer derechos a los pueblos
indígenas y en “modernizar” sus sociedades con hospitales, colegios, iglesias,
vías de comunicación, ciudades y una lengua que hoy es patrimonio de más de 400
millones de personas en América, y segundo idioma entre los hablantes de
Norteamérica.
Además, llama la atención, en este resurgir de la
hispanofobia en EE UU, que la iniciativa para retirar la estatua de Colón de
Los Ángeles proceda de un concejal descendiente de una tribu de Oklahoma, un
representante de una comunidad indígena que no repara en las masacres de indios
causadas en la conquista del Oeste por colonos anglosajones. Ni en la práctica
desaparición de pueblos y su cultura, aislados en el mejor de los casos en
reservas de confinamiento, sin la oportunidad de fundirse con los
conquistadores, como hicieron los españoles a través del mestizaje,
incorporando así la cultura indígena a la suya propia y dando lugar a una nueva
realidad nacional que se manifiesta en la geografía de Hispanoamérica. No en vano
aquel “denostado” imperio español consiguió perdurar durante tres siglos, sin
que ningún otro fenómeno expansivo de Europa pueda comparársele, como explica
María Elvira Roca Barea en su muy recomendable obra Imperiofobia y Leyenda Negra.
Es lo que tiene dejarse llevar por el odio: que se acaba
odiando la propia historia cuando no concuerda con nuestros prejuicios o se la quiere
interpretar con los ojos e intereses del presente. Esa ofuscación odiosa no permite
comprender que los imperios existen, entre otras cosas, porque proporcionan
mejoras a la mayoría de la población en amplios territorios, y son superados
cuando éstas empeoran. Por eso, aunque el odio hacia lo hispano sea marca del
actual inquilino de la Casa Blanca y de los revisionistas que pretenden
reescribir la historia, la realidad es que en el sustrato de la identidad y la
cultura de América, incluido parte del territorio de EE UU, se hallan los genes
que, queramos o no, nos convierten en herederos de lo que, en palabras escritas
precisamente en Los Ángeles, en 1916, por Charles F. Lummis, “fue la más
grande, la más larga, la más maravillosa serie de valientes proezas que
registra la historia”, cuando se refiere a la exploración de las Américas por
los españoles, en su libro Los
descubridores españoles del siglo XVI (citado por Roca Barea, M. Elvira, Imperiofobia y Leyenda Negra, pág. 293). Conocer la historia
nos permite conocernos a nosotros mismos y evitar las manipulaciones.
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