En un espectáculo inaudito, el Tribunal Supremo ha
modificado su propio criterio a la hora de fallar quién ha de correr con los
gastos de escriturar un préstamo hipotecario solicitado a una entidad
financiera, gravados con el impuesto de actos jurídicos documentados. No sólo ha mostrado el alto tribunal un comportamiento ético
bochornoso, sino que estéticamente ha sido lamentable: todo un espectáculo
inaudito que socava el prestigio, la independencia y la confianza de los
ciudadanos en la Justicia. Y, aunque el Gobierno le haya enmendado la plana,
aprobando en escasos tres días una ley que obliga a los bancos asumir esos
gastos de notaría, serán los prestatarios y no los prestamistas los que, a la postre,
cargarán, de una manera u otra, con
tales gastos, aun cuando el interesado en escriturar ese tipo de préstamo sea
la entidad bancaria. Pagaremos lo que parece nos eximen de pagar.
Los usuarios y consumidores ya están acostumbrados a que se
les endose cualquier carga que en teoría debería corresponder al ofertante y no
al demandante de un bien o producto, sean bolsas de plástico en las tiendas
o el franqueo de un envío postal de los bancos. El socorrido epígrafe de
“gastos de gestión u otros gastos” ya se encarga de trasladar al comprador todo
gasto que genere una transacción comercial, aparte del precio. Será cuestión de
tiempo, en coherencia con lo fallado por el Supremo, que hasta el aire que respiramos, acondicionado
o no, será gravado adicionalmente en la proporción que corresponda con
cargo al adquirente de cualquier bien o servicio, bajo la etiqueta de preservar
la sostenibilidad atmosférica y combatir el cambio climático.
El Tribunal Supremo, con su espectáculo impropio e inaudito,
ha contribuido de manera determinante en tal sentido, dando pie que los
poderosos del sistema mercantil capitalista sigan dictando las normas y
condiciones que rigen su actividad, en detrimento siempre de los ciudadanos
consumidores. Una facultad que ejercían de manera velada y que ahora ha quedado
pública y legalmente clara. Y es que la ley, por si alguien lo ignoraba, nunca
ha dejado de avalar siempre al poderoso, que es quien la escribe, nunca al débil
e indefenso que la padece, diga lo que diga el Gobierno.
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