Las cafeterías son establecimientos que están desapareciendo de las ciudades o van transformándose en otra cosa, en bares de copas o salones de juego, dejando sin lugares a que acudir a quienes disfrutábamos de un buen desayuno sin prisas, leyendo tranquilamente la prensa, por las mañanas, o de un aromático y bien servido café vespertino, que frecuentemente solía acompañarse de un dulce de confitería y una charla distendida con familiares y amigos. Esas amplias y confortables cafeterías, dotadas de dos espacios diferenciados para los que preferían la barra o las mesas del salón, son actualmente tan escasas que prácticamente están en vías de extinción.
Hubo una época dorada de las cafeterías, o salones de té
para los snobs, en la que estos negocios abundaban y daban posibilidad de
ingerir un café, sin sufrir ni la falta de profesionalidad de los camareros ni
los inventos que desnaturalizan esta bebida caliente en un brebaje. Nombres con
solera y marcas comerciales que confiaban en su calidad y servicio para atraer
una clientela fiel al ritual del café mañanero o vespertino, como Horno San
Buenaventura u Ochoa. Ambos nombres fueron referentes de locales donde el aroma
del café y las vitrinas de dulces jamás defraudaban al cliente. El primero, con
horno propio, tuvo una expansión como franquicia, a partir del histórico local
de la calle Carlos Cañal, que le permitió abrir cafeterías por toda la ciudad y
algunos pueblos de la provincia. El amplísimo establecimiento, de dos plantas,
que tuvo durante años en la avenida de la Constitución , con escudo
incluido en la fachada, daba oportunidad a los afortunados clientes que
lograban sentarse en las mesas situadas tras los ventanales del primer piso de disfrutar
de un café mientras contemplaban, a escasos metros, las piedras y las agujas
góticas de la Catedral ,
construida hace siglos para añadir deleite patrimonial a cada sorbo de café. Ochoa,
otra etiqueta con solera, conserva aún el establecimiento de la calle Sierpes,
pero ha tenido que cerrar los de Los Remedios y Huerta del Rey. Otros
legendarios rincones existentes en la ciudad, donde podía uno refugiarse
atrincherado tras una buena taza humeante de café, han ido cayendo a golpe de
piqueta y modernidad, como La
Ponderosa , en la Gran
Plaza , o Cafetería San Bernardo, junto al Palacio de
Justicia.
Café Majestic, de Oporto. |
Ni siquiera en los pueblos, en que la presión especulativa
inmobiliaria era menor, las cafeterías han podido soportar la puñalada mortal
que bancos, supermercados o bares de copas les han asestado para arrebatarles
un local que ambicionaban por amplitud y ubicación, y que consideraban
desperdiciado en atender sólo a los amantes del café cuando se le podía sacar
mayor rentabilidad. Como así ha sido, desgraciadamente, llevándose por delante
sitios tan acogedores como la cafetería Nueva Florida, en la calle Gutiérrez de
Alba de Alcalá de Guadaíra o Reiscamo y Sayca en Castilleja de la Cuesta , entre otros muchos.
Y es que ya apenas quedan cafeterías amplias, hermosas y
agradables como aquellos templos del café que, cual dinosaurios, han tenido que
desaparecer a causa de la evolución de un mercado que no consiente el comercio
ni las costumbres tradicionales, mucho menos si son pausadas y sin agobios. Salvo
la superviviente La Campana ,
sin salón y amputada de sus sillas en esa céntrica plaza, Sevilla carece de
cafeterías que, por su historia y magnificencia, puedan servir de reclamo
turístico de la ciudad, como son Café
Majestic de Oporto, Café Central de Viena, Café Greco de Roma
o Café Le Procope de París, por ejemplo. A los sevillanos nos dejan los bares –algunos
con sabiduría para dispensar un buen café- y otros fraudulentos espacios donde
sirven un brebaje templado y lleno de espuma que nos quieren colar como café,
servido, para colmo, en vasos de plástico y palito de madera. Nos obligan a
decir adiós a los cafés como espacio público y estilo de vida.
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