Esta diferencia en el trato a migrantes, según el grado de
implicación del Gobierno en la acogida (unos son “irregulares” y otros son
“invitados”), desluce innecesariamente lo que, en todos los casos sin
distinción, debiera ser el comportamiento habitual ante personas que huyen a
nuestro país de las guerras, la pobreza, la desesperación y las persecuciones
que les acechan en sus países de origen, obligándolos a lanzarse al mar en
busca de auxilio, protección y posibilidades de una vida mejor e infinitamente
más digna. Sea por humanitarismo o por exigencia legal, la defensa de los
Derechos Humanos que asisten a todos los inmigrantes –insisto: sin distinción- que
llegan o traemos a nuestro país debería encabezar la actitud con que los
acogemos y tratamos, sin que ello suponga un problema moral, de orden público,
de seguridad o de convivencia para nosotros. Y, mucho menos, de temor a un
posible “efecto llamada”, como arguyen los líderes nacionalistas populistas y los
gobiernos xenófobos que, como el del país transalpino, se niegan a socorrer a unas
personas que, enfrentadas a la necesidad imperiosa de sobrevivir, no se
detienen por muchas barreras que levantemos ni todo el agua del mar que encuentren
en su camino.
Los que huyen no lo hacen atraídos por ningún “efecto
llamada”, sino por mero instinto de supervivencia y hacia el lugar más próximo
que les parezca seguro y con posibilidades de llevar una vida digna de vivirse.
Tampoco les mueve el ánimo de delinquir, como se les acusa para atemorizar a
los nacionales y atraer, así, su voto a partidos racistas o al refrendo de
medidas egoístas e insolidarias, del todo inhumanas. No llegan a España, Italia
o Grecia por ser destinos turísticos, sino porque son territorios limítrofes de
la zona de donde proceden y de la que huyen sin importarles jugarse la vida. Estos
países sureños –como el nuestro- constituyen una frontera de Europa, lindante
de África y Oriente Próximo, que no es, ni puede ser, impermeable a los flujos
migratorios de personas que esperan de nosotros, de la Europa civilizada y
próspera, cuando menos, una oportunidad y que seamos consecuentes con nuestros
propios valores y esos Derechos Humanos que decimos respetar por convicción.
Y es que el problema migratorio es mucho más grave y
complejo que la anécdota protagonizada por el buque Aquarius. De hecho, durante el fin de semana en que el barco transportaba
a Valencia a los rescatados al sur de Italia, intentaban llegar a nuestras costas
más de 1.300 inmigrantes (507 en el Estrecho, 152 al sur de Canarias y 631 en
el mar de Alborán) en precarios cayucos, pateras y lanchas neumáticas, que les hacían pagar un
precio insoportable: 43 personas resultaron desparecidas por caídas al mar debido
a la extenuación, la hipotermia y los rigores del viaje, a pesar de los
esfuerzos realizados por Salvamento Marítimo para rescatarlos, movilizando barcos y
helicópteros, tras conocer los avisos de buques mercantes y ONG que alertaban
de la presencia de tales embarcaciones, muchas de ellas a la deriva y
semihundidas. Se producía, así, uno de los fines de semana de mayor presión
migratoria y más trágicos de los últimos tiempos, con muertes que engrosan la
estimación de 244 personas perecidas por ahogamiento, superando el total de 224
fallecidos registrados en 2017 en el intento por alcanzar las costas españolas.
En todo el Mediterráneo, la cifra se eleva a cerca de 900 muertos en lo que va
de año.
Es, por tanto, un problema de primera magnitud por el hecho
de que están en juego vidas humanas. Y es un problema que afecta a Europa en su
conjunto, aunque el drama se desarrolle en sus fronteras exteriores y,
paradójicamente, cuando la presión migratoria está reduciéndose
considerablemente desde que se tienen registros, por mucho que las medidas
xenófobas de algunos gobiernos intenten trasladar a la opinión pública una
preocupación excesiva que alimenta un grado de crispación artificial. Se obtienen
réditos electorales con mensajes anti-inmigrantes y refugiados que llevan al
gobierno a partidos ultranacionalistas, racistas, supremacistas y extremistas,
tanto en Italia y Polonia o Hungría, como en EE UU o Filipinas. Cuela entre la
población el miedo al extranjero, sobre todo si es pobre y miserable, víctima
de guerras, explotación y calamidades.
Por ello, necesita Europa una política común de asilo y
ayuda al refugiado, más allá de las cuotas vinculantes por países, limitar y
regular los flujos internos de asilados entre los Estados miembros sin alterar
la libre circulación del espacio Schengen, y unas medidas pactadas de defensa y
actuación en sus fronteras contra la inmigración irregular (reforzar el
Frontex), para no hacer recaer toda la responsabilidad en los Estados
fronterizos que actúan de cordón sanitario frente a los migrantes en la zona
meridional (Italia, Grecia, España y Malta), como esas controvertidas
propuestas de creación de “plataformas regionales de desembarco” fuera de
nuestras fronteras (algo parecido, pero con mayor transparencia, a lo que se acordó
con Turquía) para acoger y seleccionar, entre migrantes económicos y
perseguidos o refugiados políticos, los que se dirijan a la UE por el Mediterráneo, en
colaboración con las agencias de la ONU
Acnur (para los refugiados) y OIM (para las migraciones). Y, desde luego,
potenciar la cooperación y ayuda al desarrollo con los países de origen de la
migración.
Con todo, el fenómeno migratorio que sufre Europa no es el
de mayor intensidad del mundo ni la fuente de problemas más preocupante del
Continente, fuera aparte de que así lo quieran tratar algunos gobiernos
europeos. Las poco más de 700.000 personas que solicitaron asilo en alguno de
los 23 países comunitarios, en 2017 -según datos de la agencia europea de asilo
(EASO)-, representan una proporción minúscula y manejable frente a los 25,4
millones de refugiados solicitantes de protección registrados en el mundo en el
mismo período. Y son los sirios, con 6,3 millones de refugiados, los que
encabezan este drama, seguidos de los afganos obligados a desplazarse a
Pakistán, los rohinyás que padecen genocidio en Myanmar, los sudaneses víctimas
de la guerra civil que asola Sudán del Sur, etc. La lista de atrocidades,
violaciones, encarcelaciones, explotación, humillaciones y trato inhumano que
genera el odio y el racismo contra el extranjero no para de aumentar, incluso
en países supuestamente avanzados y civilizados, como Italia, donde hasta los
gitanos despiertan la ojeriza del fascista Salvini, o EE UU, donde Trump separa
y encarcela a niños de hasta tres años para chantajear a sus padres inmigrantes
que desea expulsar del país.
Frente a este panorama, la migración y los refugiados que
soporta Europa resulta un problema de menor envergadura que, en cualquier caso,
por culpa de las políticas populistas de algunos gobiernos comunitarios, pone
en tela de juicio nuestros valores éticos y democráticos y hasta el propio
proyecto europeo. Como país que fuimos de emigrantes, ahora estamos,
afortunadamente, en condiciones de ofrecer ayuda a los que migran a nuestro
territorio, que es Europa, desde el respeto a los Derechos Humanos por encima
de cualquier otra consideración o circunstancia. Y de hacer del modo de actuación
con el Aquarius la norma a seguir hacia
todo inmigrante o refugiado y que Europa en su conjunto ha de imitar y asumir. Ese
es el reto que hemos de superar para demostrar el grado de civilización
alcanzado por nuestra sociedad y no caer en la banalización del mal con que
tratamos al otro, extraño o extranjero, sea migrante o refugiado.
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