Me gusta más el día que la noche. La luz me tranquiliza, la oscuridad me inquieta. Todo me parece agradable cuando el Sol brilla en lo alto; las tinieblas, en cambio, me infunden amenazas y traiciones. Por eso asocio la vida al día. La muerte parece que acecha siempre de noche, con ánimo de pillarnos desprevenidos y confiados en el sueño. No tengo miedo a la muerte, pero sí a morir, al trance incomprensible de abandonar la vida. La muerte es nada, morir es todo, es dejar de ser. Sin embargo, me gusta más el atardecer que el despuntar del día. Ambos son espectáculos grandiosos de la naturaleza que me fascinan, pero las puestas de Sol me conmueven hasta el estremecimiento, por esa gama de anaranjados con que se tiñe el cielo antes de ennegrecerse por completo. Tal vez sea porque todavía relaciono madrugar a un imperativo, a algo que nos desvela, obligándonos a dejar las sábanas para ser testigos del nacimiento del día. Del atardecer participamos sin que nada nos fuerce a ello, sólo el placer de contemplarlo, de admirar la belleza de un astro que se pierde tras el horizonte infinito.
No obstante, me gusta más desayunar que cenar. Comer para
afrontar el día, no para entregarnos a la inconsciencia del dormir. Y es que me
gusta comer, aunque cada vez con menos gula. No me agrada tener que ayunar, aun
de forma voluntaria. También me gusta andar, pero me da miedo nadar. Lo uno
puede cansarme y lo otro, matarme, porque apenas me defiendo en el agua. Prefiero
pasear a estar quieto sin hacer nada. Y viajar a permanecer siempre en el mismo
lugar. Será porque me gusta la compañía de mis congéneres y me da miedo la
soledad, la soledad impuesta y no buscada. La compañía de la familia y los
amigos es un lujo que no siempre está a nuestro alcance, mientras que la soledad
es un castigo la mayor parte de las veces inmerecido. Por ello cultivo la
amistad y rehúyo el enfrentamiento. Soy amante de la paz y enemigo de la
guerra. Me place el amor y me enerva el odio. Creo que un beso es más
contundente que un puñetazo. Me encantan los abrazos, pero no soy partidario de
las banderas. Las banderías me ponen nervioso y me hacen temer lo peor, como
las bullas y las aglomeraciones. Tengo miedo de los animales, grandes o
pequeños, feroces o mansos, sin embargo las personas me gustan, aunque de
manera selectiva. Me gusta la juventud, la vejez me da pánico, por las promesas
que ambos estados contienen. Adoro la salud y temo a la enfermedad, del mismo
modo que amo la vida y deploro la muerte. No ambiciono riquezas, pero no
considero una virtud la pobreza. Me preocupa no poder atender las necesidades
básicas de los míos. Pienso que el mundo se podría organizar de tal manera que
no condenara a nadie al desvalimiento, a la miseria. Tiendo a la solidaridad e
intento no dejarme atrapar por el egoísmo.
Y me gusta más leer que escribir, a
pesar de que la escritura es una pasión a la que me entrego con esfuerzo. La
lectura me brinda visiones de la realidad, la escritura me permite expresar mi
propia visión y mi manera de mirar esa realidad. En definitiva, atesoro tantos
gustos y miedos entremezclados que ignoro cuáles me definen o condicionan. Vivo
en tensión constante entre gustos y miedos, sin poder evitarlo.
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