Frente a ello, la economía y la política ofrecen distintas
representaciones de esta bruta y lacerante realidad, explicaciones más o menos
científicas y movidas, en ocasiones, con voluntad de corregir problemas, que
sólo convencen a quienes las exponen y a los entendidos, pero cuya eficacia es,
históricamente, escasa, por no decir nula. Son teorías y análisis “a
posteriori” de los fenómenos que intentan explicar. Y para una vez que osan
preconizar, caso del marxismo, no aciertan ni por asomo. En cualquier caso,
esas teorías o proyectos económicos no evitan el acumulo exorbitado de riqueza por
una minúscula parte de la población, cuyos privilegios y prerrogativas
garantizan normas e instituciones creadas a su medida, ni libran de la extrema
pobreza o pobreza a los que desafortunadamente han caído en ella,
manteniéndose una desigualdad inmoral e injusta que apenas fluctúa,
independientemente de la evolución de los ciclos económicos, es decir, ajena a
las fases de expansión o crisis de la actividad económica. Siempre habrá ricos
y pobres, aunque habrá más pobres cuando menos empleo haya y más ricos cuando
el mercado financie sin reservas la especulación indecorosa de los pudientes.
Todos los datos macroeconómicos que nos suelen vender para
asegurar que la recuperación es manifiesta y que pronto (nunca se concreta
cuándo) la notarán los ciudadanos, es una falacia que engaña a una gran parte
de la población, siempre crédula a los milagros, excepto a quienes “venden la
burra” y, por supuesto, a los que continúan soportando una situación de pobreza
y dificultades a pesar de tales promesas. La economía es un cuento que sólo
sirve para que nos acomodemos a una situación dada y sin ánimo de modificarla.
Por muchos cuantiles, deciles, percentiles, quintiles y demás trozos en que se divida
la población, en un extremo estarán siempre los pobres y en el otro, los ricos.
Y ninguna teoría ni estadística económica cambiará esa triste realidad que
conforma nuestro modelo de sociedad, entre otras cosas, porque ni las políticas redistributivas (quitar a
los ricos para dar a los pobres) ni el aumento del crecimiento económico (más
actividad, más empleo) apenas modifican la pobreza relativa y la desigualdad en
general, puesto que no producen un crecimiento asimétrico en el que las rentas
de los pobres crezcan más que las del resto. Aparte de que pretender esto es absurdo,
siempre será una utopía que los ricos y acomodados consientan ser empobrecidos
para sacar de la extrema pobreza a los más pobres y reducir de verdad la
desigualdad existente en la sociedad.
Lo más conveniente, por
tanto, es seguir contando el cuento de que se está trabajando en favor
de los desfavorecidos todo lo que se puede, que siempre será poco, para, al
menos, mantener un simulacro de educación (apostar por una generación venidera
mejor formada y, por ende, con mayores oportunidades de prosperar -como
nuestros universitarios actuales, en paro o trabajos precarios-), de sanidad
cuasi universal (para morir en plazos mientras se aguarda en alguna lista de
espera) y de pensión a jubilados (cada vez más reducidas y previa cotización cada vez más prolongada) para que puedan cenar calentito en un asilo. En
resumidas cuentas, un cuento con el que imaginamos vivir en el país de las
maravillas, gracias a este sistema económico tan formidable que nos hemos dado.
En fin.
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