El drama de la migración nos golpea cotidianamente, nos atosigan las fotografías de decenas o centenares de inmigrantes que luchan por llegar por cualquier medio a las costas de nuestro país en embarcaciones rudimentarias o saltando las alambradas de la frontera que nos separa de Marruecos. Son imágenes tan habituales que nos hemos acostumbrado a observarlas como parte del paisaje y que, en el mejor de los casos, nos inducen a pronunciar algún comentario de contrariedad o repulsa, casi nunca de conmiseración y comprensión. O, peor aún, nos dejan en la indiferencia, que es la expresión del que nada siente, nada le importa y nada le preocupa, salvo la propia vida y hacienda. Sin embargo, los hechos que nos revelan son tercos y suceden a diario no sólo en nuestro país sino en todo el Mediterráneo, evidenciando un problema continental que no sabemos cómo resolver e intentamos abordar cada cual –cada país- a su manera. Pero lo peor de esta cotidianeidad del drama es su banalización, la tendencia a ignorar su alcance, negar el mal que lo causa y a no reaccionar ante las implicaciones que representa para nuestra sociedad y los valores en que se fundamenta nuestro modelo civilizado de convivencia.
De tan reiteradas y cíclicas, miramos las fotos más por
curiosidad que por interés de lo que nos dan a conocer. Más por excepcionalidad
estética que por dato gráfico. Les dedicamos sólo unos segundos antes de continuar
con lo que nos interesa o evade de la información que recibimos a raudales, sin
ahondar jamás, ni preocuparnos de verdad, en ningún asunto. Sin embargo, esas
imágenes muestran perspectivas de los hechos y de quien los observa. Están
tomadas desde una posición que en absoluto es neutral ni objetiva. Reflejan una
manera de mirar y percibir/comprender lo que pasa, aquí y en el mundo. También,
a veces, demuestran con meridiana claridad la existencia de mundos diferentes
que no se acercan, sino que se distancian o repelen. Son imágenes que están
impregnadas de nuestra actitud ante lo fotografíado, sin siquiera sentirnos
aludidos por lo aprehendido, por lo que vemos.
Como esa imagen de dos mundos divididos por una valla. Dos
realidades opuestas, separadas por una alambrada, para que en un lado se pueda
disfrutar de la vida jugando tranquilamente al golf, y en el otro se desarrolle
una catástrofe que empuja a la gente a huir saltando, si es necesario, la
barrera. Una valla que subraya la indiferencia distraída de los afortunados en la
diversión en contraste con la desesperación incrédula de los que están
encaramados a ella, teniendo a la vista el futuro que persiguen y que le es
negado. Queda patente en esa foto la indolencia confortable de los
privilegiados frente a las dificultades insoportables de los que tienen la mala
suerte de nacer al otro lado.
Es una perspectiva de la migración que retrata con fidelidad
el hecho y la actitud hacia lo percibido, evidencia la despreocupación que
nos ocasiona un drama que sólo nos impele a levantar muros para que nos
protejan y aíslen de las miserias del otro lado, pero que son completamente inútiles
para combatirlas y paliarlas. Más que la migración, la foto resalta nuestras
vergüenzas y el cretinismo de nuestras conductas ante un problema del que no
somos ajenos ni inocentes. Una perspectiva que nos avergüenza porque estar a un
lado u otro de la valla es simple cuestión de azar, no de superioridad étnica,
económica o cultural.
Pero más bochornosa es, si cabe, la imagen que captó Javier
Bauluz, en el año 2000, en la
Playa de los Alemanes, en Zahara de los Atunes (Cádiz). Es un
rincón solitario, medio salvaje, azotado por el viento cuando sopla Levante con
rabia, que es casi siempre, al que los bañistas acuden atraídos por su belleza
paradisíaca y su tranquilidad escondida. Pero también es de las zonas más cercanas
a África y a las que intentan llegar los que migran de aquel continente. La
travesía del Estrecho, a pesar de la escasa distancia, es peligrosa cuando el
mar está embravecido y los vientos adquieren velocidad por hallarse encajonados
entre las montañas de ambas orillas. Pero nada de ello detiene a los que desean
huir de la miseria, la pobreza, las guerras y la muerte. Por pequeña que sea la
posibilidad de futuro que adivinan al otro lado del mar, se juegan todas las
cartas a esa posibilidad. Las cartas de la vida, que es lo que está en juego. Desgraciadamente,
un número nada insignificante de jugadores pierden la partida. El soberbio mar
se cobra su precio y abandona la carta de su triunfo sobre la arena, donde
deposita los que se ahogan en el intento.
Y eso es, justamente, lo que nos muestra la imagen de
Zahara: la presencia de un cadáver devuelto por el mar en una playa en la que los
bañistas ni se inmutan. Se ha hecho tan habitual el drama migratorio que ya
apenas conmueve ni nos echa a perder el día. Nos estamos acostumbrando a una
“monotonía de la muerte”, parafraseando a Saramago, generada por el goteo
incesante de los que arriban a nuestras costas, al precio que sea, para toparse
con la indiferencia de los más, el rechazo e intolerancia de muchos, y la
compasión y solidaridad de los pocos que aún conservan corazón y sentido
cívico, tan escaso como el sentido común. Aunque la foto es trucada, más
simbólica que fáctica, puesto que la indiferencia de los bañistas es supuesta
(nadie les ha preguntado) y oculta en el encuadre a policías, médicos,
curiosos, personal de asistencia, etc., -como criticó Arcadi Espada en su Diarios (Espasa, Madrid, 2002)-, sirve
al menos para materializar la perspectiva de ese alejamiento del dolor, del
sufrimiento, de la angustia y de la desesperación con que contemplamos desde nuestros
cómodos sillones domésticos el drama de la migración.
El auténtico valor de estas imágenes es, pues, su
perspectiva, el enfoque de quien observa y cómo lo percibe. Más que el hecho en
sí, es el contexto y la mirada del observador lo que destaca. Y en ambas fotos,
el contexto sobresaliente es nuestra despreocupación, esa percepción de lo
ajeno que es para nosotros, presentes en las imágenes, el drama de la
migración, lo extraño que nos resulta el dolor de los migrantes y su
infortunio. Aunque salten nuestras vallas y mueran en nuestras costas, los inmigrantes
y refugiados no son capaces de conmovernos ni despertar nuestra preocupación,
más allá del fastidio de su presencia y la alteración que provocan en el
paisaje. Hay fotos más duras y crueles que nos muestran la muerte en primer
plano de niños ahogados o buitres aguardando una agonía para empezar el
banquete. Pero son imágenes sin contexto, sin una perspectiva que nos incluya.
Documentos gráficos elocuentes de un drama en el que no nos vemos concernidos
más que como vehículos de información. Pero las imágenes aquí comentadas nos
retratan sin disimulo como espectadores, nos reflejan tal como somos: hipócritas,
egoístas e insolidarios con lo que sucede a nuestro alrededor. Por eso, aunque
me golpeen la conciencia y atosiguen mis sentimientos, estas imágenes son las
que mayor estremecimiento me provocan con esa perspectiva en la que me sitúan
como observador/testigo de la escena. Y no lo soporto.
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