Cuando ha querido rectificar ha sido demasiado tarde. Ya
había perdido toda credibilidad a causa de unos recortes presupuestarios -en su
obsesión por ajustar el déficit reduciendo las partidas de gasto- aplicados de
manera poco equitativa y que castigaban fundamentalmente a trabajadores y
clases medias, dejando en la estancada a los desfavorecidos, a quienes les
limitaba o suprimía todo tipo de ayudas y socorros públicos, y por una
corrupción que no ha dejado de carcomer la estructura orgánica e institucional
del partido gobernante, al que pertenece el presidente del Gobierno Mariano
Rajoy: el Partido Popular.
Recortes y corrupción están, pues, hundiendo peligrosamente
al Partido Popular, donde, tras el fracaso recolectado en las últimas
elecciones locales y autonómicas de mayo pasado, en las que ha perdido cerca de
tres millones de votos, se han desatado los nervios y ha cundido el pánico
entre unos dirigentes muy cuestionados y, lo que es peor, muy temerosos de su
futuro. A pocas horas de darse a conocer aquellos resultados, se iniciaba una
desbandada de “barones” en el Partido Popular, quebrando la cohesión que los
aglutinaba en torno al poder como una piña, que deja en un muy mal lugar al
líder de la formación, al contestado Mariano Rajoy, quien ya no sabe qué decir,
abundando en su natural estado de parquedad a la hora de explicarse: un día
dice que no habrá cambios en el partido ni el Gobierno, para al siguiente admitir
que efectuará los cambios que sean convenientes y, al otro, reconocer que no
anunciará ningún cambio hasta que los haya efectuado, en un alarde de despiste.
A lo sumo reconoce, en su círculo de confianza, que el desplome del PP en las
últimas elecciones se debe al “martilleo constante de las televisiones” con los
casos de corrupción que le afectan. La culpa, una vez más, es del mensajero. De
autocrítica, enmiendas y rectificaciones, no dice ni pío.
Se ha llegado al extremo de que las apariencias no se guardan,
a la hora de acusarse unos a otros de la hecatombe, y los intentos desesperados
por conservar el poder, allí donde han conseguido ser minoría mayoritaria,
ofrecen un espectáculo que abochorna a propios y extraños. La actitud, por
ejemplo, de Esperanza Aguirre, proponiendo gobiernos de concentración y tratando
de meter miedo con la venida del “comunismo” y los “soviets” con tal de no ser
desalojada de la Alcaldía
de Madrid, causaría risa si no fuera porque despierta fantasmas en una sociedad
que aún tiene cicatrices abiertas por una guerra fraticida promovida con
idénticos argumentos: ¡que vienen los rojos! Lejos de preguntarse la razón por
la que los demás partidos no la apoyan, la señora condesa, candidata madrileña,
prefiere ofrecer el espectáculo de su ridículo y el de su incapacidad para asumir
la realidad. Se convierte, así, en la muestra esperpéntica de su partido, que
busca apoyos con desesperación, olvidando el mensaje de las urnas: ya está bien
de tantos abusos y saqueos.
La gente ha votado hastiada de “reformas”, “ajustes” y
recortes que la han empobrecido y castigado sin miramientos. Los ciudadanos se
han hartado de pagar los platos rotos de una crisis de la que no son culpables,
sino víctimas, pero que les obliga sacrificar empleos, salarios y condiciones
laborales hasta instalarlos en la precariedad más absoluta e injusta; les
obliga sacrificar prestaciones sociales, renunciar a subvenciones públicas, abandonar
en las familias a los dependientes sin ayudas para atenderlos como merecen,
negar asistencia sanitaria a los inmigrantes, atiborrar de alumnos las aulas y
reducir el número de profesores y médicos. La población se ha rebelado contra unas
políticas que encarecían las medicinas, reducían las becas, congelaban
pensiones, hacían pagar tasas donde antes se ofrecían servicios públicos y la
condenaba a perder toda esperanza de progreso y bienestar. Todo el andamiaje
del Estado de Bienestar del que dependían amplias capas de la población, a
través del cual se redistribuía la riqueza nacional y se encauzaba la
solidaridad social –gracias a una política fiscal progresiva-, se ha visto
reducido a su mínima expresión con tal de satisfacer las demandas de los
poderosos y los intereses del mercado.
Pero, aún más grave que toda esta injusticia social que ha
empobrecido a la población, es el comportamiento de un Partido Popular que se
niega hacer autocrítica de los escándalos de corrupción que alberga en su seno.
No asume las consecuencias de su templanza con los corruptos que han
proliferado en sus siglas ni de la actitud con la que ha pretendido minimizar
los casos que han protagonizado personalidades pertenecientes, hasta el mismo instante
de entrar en la cárcel, a su organización. Una corrupción que sigue aflorando
en un partido y un Gobierno que deberían avergonzarse de cómo la policía
arresta y pone las esposas al delegado del Gobierno en la Comunidad valenciana,
Serafín Castellano; al exvicepresidente del Gobierno de la época de Aznar,
Rodrigo Rato; a la mano derecha de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid,
Francisco Granados; y al tesorero gerente del partido, Luis Bárcenas, entre
otros delincuentes.
Pocos votos, en realidad, ha perdido el Partido Popular en
relación a la gravedad de los problemas en que se halla envuelto. Pocos votos
que, en cualquier caso (cerca del 50 % del electorado que había atraído en
2011), evidencian una tendencia que pone nerviosos a sus dirigentes, que ya temen
un castigo mucho más severo en próximos comicios e inician la desbandada en
busca de un lugar al sol, si no en lo público, sí al menos en el sector
privado, ese al que privilegian cuando gobiernan para salvaguardar intereses
compartidos y al que retornan sin rubor a través de unas puertas giratorias
perfectamente engrasadas.
Todo ello complica sobremanera la posibilidad de pactos en
un partido que no ha sabido tomar las decisiones cuando debía, que no ha
querido atajar la corrupción que germinaba en su interior y que la ha extendido
a las instituciones donde gobierna, dando lugar a los “gürtel”, “púnica” y
demás tramas delictivas que saqueaban el dinero de los contribuyentes para
engordar cuentas privadas en Suiza. Que las demás fuerzas políticas impongan
condiciones que, ahora, resultan casi de imposible cumplimiento, no debe
sorprender a quien se mantenga “limpio” y honrado en el Partido Popular. La
falta de una auténtica regeneración, la democratización de su funcionamiento orgánico
(primarias, no dedazos) y un combate serio y eficaz contra cualquier
irregularidad cometida por un miembro del partido o persona designada a cargo
público, son algunas de las premisas que exigen quienes podrían posibilitar
algún apoyo a la hora de establecer una primera ronda de diálogo. Tales
premisas también se las exigen a otras formaciones con idénticos problemas para
gobernar en minoría y con el mal de la corrupción anidando en su estructura.
Pero el partido que se ve más afectado por ellas, a causa de la debacle que ha
sufrido y la cantidad de poder que está en juego, es el Partido Popular. En su
ceguera, tiene tendencia a sentirse acorralado por la coincidencia de los
demás en tratar de dejar que entre aire limpio que ventile las instituciones.
La desbandada en el Partido Popular, parecida a las que se
producen ante una catástrofe anunciada (Fabra, Bauzá, Rudi, etc.), y las
acusaciones de barones regionales contra miembros del Gobierno (Gobierno de Aragón contra
el ministro de Industria, etc.) ponen de manifiesto las grietas que ha
provocado el batacazo electoral. Unas grietas que han de ser reparadas,
admitiendo errores, rectificando actitudes y corrigiendo el rumbo, si no se
quiere correr el riesgo de que el voto conservador se refugie en otras opciones
más atractivas, aunque con menos experiencia de gobierno. ¡Difícil papeleta, en
cualquier caso, la que tiene el Partido Popular, acostumbrado a mandar y no a
hacer penitencia!
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