El Partido Popular, antes y también ahora (aún se recurre a
la socorrida “herencia” recibida cada vez que no salen las cuentas), supo
aprovechar las graves circunstancias por las que atravesaba el país (“Que caiga España que ya la levantaremos nosotros”, fueron palabras del inefable
Cristóbal Montoro, quien ya adivinaba su futuro en un ministerio) para ganarse el favor de los ciudadanos, asegurando
que con su sóla presencia en el Gobierno los mercados volverían a mostrar
confianza en España. Con un programa electoral escamoteado a los votantes,
ganaron con mayorías absolutas todas las elecciones que se celebraron tras la
aparición de la crisis (municipales, autonómicas y generales), pero no generaron
la asegurada confianza en unos mercados que, antes al contrario, demostraron albergar
más desconfianza que otra cosa.
La prima de riesgo, por ejemplo, (diferencial de deuda o
sobreprecio que paga un país para financiarse en los mercados) que durante el
mandato del anterior ejecutivo socialista no había superado la barrera de los 300
puntos (cuando escaló los 230 se acordó el pacto constitucional para blindar el
tope de déficit público), con Rajoy ascendió hasta los 463 y llegó a situarse
en torno los 600 puntos, a pesar de sus dos reformas del sistema financiero, la
reforma laboral y la Ley
de Estabilidad Presupuestaria, más los ajustes y recortes que aplicó de forma
draconiana en las partidas de gasto de los Presupuestos del Estado. Todo ello
ha dado sus frutos.
El empobrecimiento de la población y las desigualdades entre
los ciudadanos se han agudizado como nunca antes en la historia reciente de
España. El número de personas sin empleo ha alcanzado cifras récord,
impensables en cualquier país de nuestro entorno, y los recortes en sanidad,
educación y dependencia han recrudecido las desigualdades hasta extremos
insoportables, como alertan todos los informes elaborados en los últimos
tiempos, desde el de Cáritas (El Estado
de la Pobreza )
hasta el de la
Asociación Estatal de Directores y Gerentes de Servicios
Sociales (Informe sobre el Estado Social
de la Nación ,
2015). El último en ser publicado ha sido el de Estudios Sociales de
laCaixa (Infancia, pobreza y crisis
económica), que redunda en las consecuencias de la austeridad y unas
políticas de ajustes y recortes que han acentuado las dificultades a los que
menos culpa tienen: los niños.
Uno de cada tres
niños en España es pobre, y uno de cada diez sufre pobreza extrema. 17
palabras para describir la cara oculta de una recuperación que sólo perciben
las grandes empresas y las personas con fortuna (con dinero, no suerte), porque
el resto de la población, la mayoría, sólo atisba precariedad, falta de auxilio
público y dificultades para cubrir sus necesidades más elementales (trabajo,
alimentación, vivienda y salud). Tan extendida es esa calamidad que la pobreza
infantil en España es la más elevada de todos los países de la Unión Europea (UE),
sólo por detrás de Rumanía. Una bochornosa situación que, sin embargo, no
inquieta a las autoridades de nuestro país, obsesionadas con el déficit que
preocupa a los mercados, a pesar de ser el nuestro uno de los seis países de la UE que no asigna ayudas a las
familias para combatir la pobreza. Ello no evita que se sigan implementando medidas
que acentúan la pobreza con recortes que inciden en un reparto desigual del
esfuerzo para salir de la crisis y que se ceban fundamentalmente en los pobres
o menos pudientes, al eliminar recursos destinados a asistencia social.
No es de extrañar, por tanto, que cerca de la mitad de las
familias españolas con tres hijos esté instalada en la pobreza, entendida como
tal aquella que vive con menos de 1.264 euros al mes (pobreza extrema es
disponer sólo 630 euros/mes para mantener a una familia), y de la que no sólo será
improbable escapar, a causa de la precariedad laboral y salarial, sino que propiciará,
incluso, su permanencia en lo que se considera pobreza crónica. Una condena ineludible
porque, con el salario mínimo español, haría falta trabajar 70 horas semanales
para conseguir salir del umbral de la pobreza. Esto es, al parecer, lo que
desean precisamente el Gobierno y los empresarios de este país, y a lo que
abocan todas las medidas contempladas en una Reforma Laboral que deja
indefensos a los trabajadores frente a las imposiciones empresariales.
Los endebles “tallos verdes” que se afanan por señalar los
responsables de unas iniciativas tan discutibles, por el costo en sufrimiento
que generan en la mayoría de ciudadanos, son debidos más a razones exógenas
(ajenas al Gobierno) que endógenas, ya que, ante la falta de estímulo interno en
la actividad económica, son factores coyunturales internacionales
(Abaratamiento del crédito del Banco Europeo, bajo precio del petróleo por
estrategia de Arabia Saudí y cierto repunte del turismo hacia nuestro país por
el temor que infunde la orilla árabe del Mediterráneo) los que proporcionan la
relativa mejora en la economía que, no obstante, no se traslada ni a los
trabajadores ni a las familias.
La consecuencia inmediata e indiscutible de la austeridad y los recortes que ha impulsado el Gobierno es esa pobreza en la que ha sumido a la mayoría de la población de este país. Unas “reformas estructurales” que están dando sus frutos y producen una “recuperación” que, en realidad, enriquece a los ricos mientras arrincona en la pobreza al resto de los ciudadanos. Son estos últimos, como alertan todos los informes al respecto, los que ponen rostro a la pobreza de la recuperación
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