En la práctica, otros poderes –que no se rigen con
democracia- ejercen su influencia sobre las libertades que gozan los españoles,
intentando que el ejercicio de las mismas no invada sus ámbitos de actuación, resten
privilegios o cuestionen prerrogativas mantenidos por tradición en quienes
sienten como una amenaza esos derechos reconocidos en la Constitución. Y
aunque estén previstos mecanismos jurídicos para dirimir cualquier colisión entre
derechos constitucionales -que suelen hacer prevalecer la libertad de expresión
y manifestación, indispensables para la buena salud democrática de la sociedad,
sobre otros en determinadas circunstancias- a veces ésta ha de supeditarse al
interés particular de los que consideran una afrenta o falta de respeto a sus sentimientos
y creencias el ejercicio de la libertad. Me refiero, naturalmente, a las
religiones. Y concretamente: la
Católica.
Topar con la iglesia (de cualquier religión) es chocar
contra un muro macizo poco reacio a dejarse reformar por “modernidades” legales
o sociales, por muy democráticas que sean. Un muro anclado durante siglos para
dividir la sociedad entre adeptos y descarriados. Por eso continúa pretendiendo,
en contra de lo establecido en nuestro marco legal, mantener intacta aquella
tutela moral sobre la vida civil que imponía en otras épocas, en las que los
ciudadanos eran considerados menores de edad y había que guiarlos por la senda
libre de pecado. Y es que la Iglesia
católica en España, todavía hoy, no acaba de asumir plenamente el ámbito
privado al que debe circunscribirse, sin inmiscuirse en asuntos que
corresponden al Estado, sobre todo si éste se declara constitucionalmente “no
confesional”, como el nuestro.
Sin embargo, la iglesia, como todas, persiste en considerarse
en posesión de la Verdad
absoluta, adquirida además por revelación, no por deducción racional y
confirmación científica. Cuestionarla es poner en duda Su verdad y atentar
contra lo que considera incuestionable: su absoluto convencimiento en un dios
sobrenatural y todopoderoso, creador de todo lo existente, al que hay que deber
obediencia y mostrar sumisión mediante el acatamiento de unas normas que, como
no podía ser de otra manera, esa iglesia administra y controla de manera
exclusiva. Quien no viva y piense de acuerdo a tales normas o mandamientos,
máxime si osa manifestarlos en público, se convierte en hereje y lo que opina
es tachado de blasfemia. Y no me parece mal: allá ella con sus normas y su
jerga.
Lo malo e inaceptable es que la iglesia pretenda hacer
comulgar Su moral a la totalidad de la sociedad, incluyendo a los no creyentes.
Que pretenda extender su ámbito particular, en el que las creencias son
abrazadas, para abarcar al conjunto de la población, intentando conformarla no
sólo espiritualmente, sino también materialmente, impidiendo y condenando
conductas, actos y libertades plenamente aceptados y permitidos por las leyes
que estructuran la vida civil, es inaceptable y sumamente peligroso. Incluso
que crea que el ordenamiento legal deba adecuarse a Sus criterios morales y tenga
que preservarla en una singularidad de privilegios (financiación estatal,
exenciones fiscales, adoctrinamiento obligatorio a través de la educación, rituales
religiosos en actos institucionales, etc.) incompatibles con un Estado civil, no
confesional y democrático.
Sería trasnochado que en una Sociedad así, tan democrática,
libre y tolerante como en la que creemos convivir, las leyes defendieran una
creencia particular en contra de derechos constitucionales reconocidos a la
totalidad de los ciudadanos, sin distinción. Que contemplara como delito la
blasfemia por expresar opiniones contrarias a una iglesia y sus privilegios, y
por ello pudiera juzgarse y castigarse a la persona que pregona sus ideas –con
palabras, actos o manifestaciones- públicamente, al menos tan públicamente como
se tolera que esa iglesia organice sus ritos y practique el adoctrinamiento sirviéndose
de la tradición (costumbres) y la educación; eso sí, con financiación pública. Y
que tal “condena” desautorice e inhabilite una futura participación en la vida
civil –no eclesiástica- de cualquier ciudadano –no feligrés-.
Ello es, sin embargo, lo que exactamente la Fiscalía (órgano del Estado
encargado en velar por la legalidad) ha solicitado para una joven concejal del
Ayuntamiento de Madrid, Rita Maestre, a la que imputa, pidiendo un año de cárcel,
por violar los artículos 523 y 524 del Código Penal, que castigan la profanación
en ofensa de sentimientos religiosos. Y todo por entrar en una capilla ubicada
en la Universidad
Complutense y corear consignas sexuales y malsonantes (para
las mentes púdicas), de manera pacífica, hace cuatro años. Resulta comprensible
que la Iglesia
piense que tales actos ofenden el sentimiento religioso de sus fieles (están
acostumbrados a pensar y creer en cosas irracionales), pero que el Estado y las
leyes contemplen como delito penal la blasfemia y la ofensa de algo tan
intangible como es el “sentimiento religioso”, no es aceptable en una
democracia, en la que el derecho a la libertad de expresión ha de prevalecer
sobre el derecho a creer lo que cada uno quiera: un dios, los ovnis, etc.
Puede ser comprensible que la Iglesia , como organización
de fieles, no tolere ni consienta tales manifestaciones porque no sólo son
contrarias a Su moral (que hacen a la mujer dependiente del hombre), sino sobre
todo porque cuestionan el lugar preponderante que ocupa en ámbitos que no le
corresponden, como son la Universidad
y, en general, toda la enseñanza pública española, donde se imparte como
asignatura obligatoria la religión (católica, por supuesto). No es de recibo
esa protección legal que el Estado dispensa a una creencia hasta el extremo de
amparar privilegios religiosos que van contra derechos y libertades reconocidos
por la Constitución. Ni
tampoco es aceptable que un lugar destinado al culto esté ubicado en el recinto
de una Universidad, dedicado, se supone, a la razón. Son contradicciones que han
de resolverse para adecuar nuestro sistema de convivencia, basado en la
libertad, la tolerancia y la democracia, a la realidad del país.
Y, fundamentalmente, para no caer en fanatismos y actitudes
dogmáticas a las que son proclives las tendencias religiosas, como se comprueba,
desgraciadamente, en otros lares y por parte de otras religiones, tan
intransigentes e intolerantes como la que se profesa en nuestro país. Permitir que
la escala de valores morales de una
determinada religión –cualquiera- prevalezca sobre valores cívicos (derechos y
libertades de los ciudadanos) recogidos en nuestra Carta Magna, es supeditar la Constitución al
Derecho Canónico, que castiga la “profanación” con la excomunión. ¿Pretenderá
el ministerio Fiscal “excomulgar” a la concejal madrileña de las instituciones
civiles?
Ni el matrimonio religioso es sagrado (como pone en
evidencia el creciente número de divorcios) ni ningún precepto religioso es
superior al derecho ciudadano a la libertad. No tener esto presente ni protegerlo
con la ley sería dar rienda suelta a los fanáticos que son capaces de llegar al
asesinato para imponer sus creencias y doctrinas. Antes de salir con pancartas
para afirmar que “Je suis Charlie”, deberíamos prevenir y evitar las actitudes
intransigentes de quienes se consideran intermediarios de un dios y se creen en
posesión de la Verdad
única, absoluta e incontestable, que todos han de acatar. Deberíamos restringir
el “sentimiento religioso” al ámbito particular del individuo y no en la esfera
pública de la colectividad. Por mucho que se sientan ofendidos.
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