El rincón maloliente de Colón
Seguramente no fue el primero, pero sí el que de manera incuestionable
demostró que la Tierra
era redonda y que se podía alcanzar el Este navegando hacia el Oeste. Se
equivocó en las distancias y no consiguió llegar a Asia, pero en 1492 descubrió
un continente nuevo, en medio del
Atlántico, al que posteriormente llamaron América. Los relatos de la
colonización de Indias, como denominaron los españoles a aquellas tierras,
muestran los claroscuros de una epopeya que, además de las espadas, también comportó
una cultura y un idioma. Los siglos, desde entonces, han emparentado a nativos
y colonos con una sangre común, las mismas creencias religiosas y una lengua
que les permite entenderse sin dificultad en cualquier parte de esa vasta geografía
transatlántica. Y en un mestizaje recíproco, un hijo del Caribe puede
aventurarse a repetir la hazaña, en un viaje inverso, para cerrar el círculo
que integra los linajes de esa civilización hispánica a la que pertenecen los
pueblos de ambas orillas. El osado que desafió a su época con el postulado de
la esfericidad terrestre fue un marino al que Sevilla, después de convertirla
en la capital del comercio con Indias, arrincona en el meandro más maloliente
del Guadalquivir, una dársena que recibe los desagües de la ciudad, desde donde
contempla hierático la indiferencia que le brindan los descendientes de su
gesta. Sólo las palomas rinden homenaje con sus excrementos a Cristóbal Colón,
descubridor de América.
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