Presentar la descafeinada firma del nuevo acuerdo (España
pretendía revertirlo del mayor boato diplomático posible, con el rey incluido,
pero John Kerry, Secretario de Estado, disculpó su asistencia porque se había
caído de la bici) prácticamente como un hito en las relaciones bilaterales existentes
entre España y EE.UU -tal como hizo la vicepresidenta del Gobierno, Soraya
Sáenz de Santamaría- es simplemente una licencia recurrente en los pésimos comerciales
que exageran las cualidades de lo que ofrecen, como si fuera único y exclusivo
en su género.
Tal vez no mientan, pero no dicen toda la verdad. A
semejanza de esos malos vendedores, el Gobierno resalta las escasas virtudes y
oculta los defectos o carencias del producto/acuerdo que desea “vender” a la
opinión pública, obviando que la ampliación del contingente militar
norteamericano destacado en la
Base de Morón y la maquinaria de guerra allí atrincherada
(aviones de combate y sus correspondientes naves de apoyo y abastecimiento) no pisan
suelo español para defendernos (EE.UU jamás se ha involucrado en las grandes
amenazas contra España, como cuando el Ejército alemán se paseó por aquí con la
bendición de Franco ni cuando Marruecos marchó sobre el Sahara español, ni tampoco
con ocasión de la “invasión” del islote de Peregil) ni están bajo las órdenes
de ningún militar español. Los norteamericanos hacen sus “vigilancias” y
planifican sus misiones sin consultar a la jerarquía castrense de España en la Base. Como mucho,
notifican cordialmente sus planes de vuelo para que la Torre de Control les asigne
pista de despegue y aterrizaje, como acto de cortesía, sin respetar escrupulosamente
las indicaciones. Una actitud que conoce bien cualquier controlador de Sevilla
cuando intenta ordenar el tráfico aéreo de la región sur y un caza de la USAF se lanza en picado para
aterrizar en la Base Naval
de Rota (Cádiz), haciendo caso omiso de las órdenes civiles. Siempre ha sido
así y continuará siéndolo, como cuando la señora comunica a la limpiadora que
va a salir un momento. No pide permiso.
Claro que tampoco hay que pedir peras al olmo. Desde que se
firmó el primer acuerdo de defensa, en 1953, por el que España cedía el uso de
estas instalaciones (junto a las de Rota, Torrejón de Ardoz, Zaragoza y muelles
en El Ferrol, Cartagena, Barcelona y Cádiz) a la Fuerza Aérea de los EE.UU.,
nuestro país intercambió soberanía por reconocimiento y seguridad bajo el
paraguas norteamericano. La importancia geoestratégica de las bases radicadas
en nuestro país nunca fue negada por el Pentágono a la hora de defender los
intereses vitales de EE.UU en Europa, África y Oriente Medio. Por aquel
entonces, la coyuntura internacional, en plena “guerra fría” tras la Segunda Guerra
Mundial, contribuyó a que EE.UU. “tolerara” al régimen dictatorial de Franco a
cambio de la disposición de bases militares norteamericanas en España. En
virtud del citado Convenio hispano-americano, nuestro país se integraba en el
complejo defensivo internacional que formaba un cerco frente a la antigua URSS:
desde Marruecos, España, Italia, Grecia, Libia y Turquía, hasta Irak, Pakistán,
Thailandia, Filipinas y Japón, siendo España, además, el centro operativo para la VI Flota del Mediterráneo.
Se trata, pues, de intereses geoestratégicos para una
superpotencia que se vale del antiguo vasallaje entre naciones para delimitar
sus “zonas de influencia”. Ello viene determinado porque, militarmente, ésta
necesita dispositivos de apoyo fuera de sus fronteras para hacer frente a un
enemigo antes de que ponga en peligro su propio territorio, alejando así cualquier
conflagración lejos de él. En este sentido, toda base militar extranjera es,
como advertía Manuel Vázquez Montalbán*, una sutil manera de “ocupación”
territorial, aunque se disfrace de defensa de la libertad, la democracia y la
civilización occidental.
Hoy, como entonces, la Península Ibérica
es considerada un portaviones estático desde el que operar a este lado del
mundo, máxime si nuevos “peligros” se barruntan en la ribera árabe del
Mediterráneo, la zona del Sahel y Oriente medio, donde el fanatismo islámico
amenaza los intereses “occidentales”. Ampliar el convenio para potenciar la
capacidad “defensiva” norteamericana en la zona es a lo que España se ha
prestado, como buen aliado de la estrategia militar americana. Pero la
“utilización conjunta” de aquellas instalaciones no elimina la subordinación
práctica a los dictados del “ocupante”. Y esto se ha ocultado, entonces y
ahora.
Es más que probable que fuera del escudo protector de EE.UU.
no haya lugar bajo el sol. Menos aún si nuestra economía, política, defensa, ocio,
cultura y demás ámbitos de actividad dependen de esa gran potencia. Tal vez la
estabilidad y seguridad de nuestro estilo de vida, idéntico al que irradia
EE.UU. nos aconsejen permanecer bajo la custodia de quien nos coloniza con su
poder y capacidad omnímodos. Y que, salvo el infantil e inútil gesto del
expresidente socialista Rodríguez Zapatero, ingenuamente convencido de poder
tratar de igual a igual a Estados Unidos -desaire incluido ante su bandera-,
ningún Gobierno español se ha atrevido ir contra los intereses de los
norteamericanos en España ni en ningún lugar del mundo. Pero “vender” nuestra
condición de subordinado fiel al imperio como un hito en las relaciones entre
ambos países es como si la criada pretendiera convencer a sus compañeras de que
la señora es su amiga. Me parece impropio: no por la criada, sino del Gobierno
español ante los ciudadanos.
_________* La penetración americana en España, Manuel Vázquez Montalbán, editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1974.
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