Si hasta el comunismo ha sido arrinconado por sus propios valedores, no queda más remedio que asumir que el capitalismo es el único sistema económico imperante hoy día a escala planetaria. En cuanto nos convenció de que cualquier necesidad humana, individual o colectiva, podía ser satisfecha por el comercio, la mercantilización se extendió a todas las facetas de la vida, privada o social, basándose en una regla muy simple, pero traicionera: la ley de la oferta y la demanda como mecanismo de tasación en cualquier transacción.
Dos hechos cruciales posibilitaron la evolución del
capitalismo primigenio, mero trueque o intercambio de bienes, hacia el
fundamentalismo económico que en la actualidad rige el mundo: por un lado, la
invención del dinero como medio para conseguir –comprar- cualquier fin; y por
otro, la revolución industrial, que supuso la posibilidad material de atender
–vender- cualquier demanda de bienes y servicios, sin importar su cuantía o
volumen.
Si, con el primero, el afán incesante de lucro ha motivado
que el dinero se convirtiera en un fin en sí mismo, dando lugar a esa segunda
rueda dentada que encaja a la perfección en el engranaje capitalista: el
sistema financiero; con el segundo, se ha engendrado el fenómeno de la globalización,
un nuevo modelo de colonialismo que homogeniza el consumo (y la cultura, el
arte, las costumbres, el ocio, las modas, etc.) e impone la desregulación de
los mercados (nacionales), restando soberanía sobre la actividad económica a
los Estados-nación. No hay país, incluso sobrado de riquezas naturales, que no
dependa, en mucha o muy mucha medida, de los mercados, los cuales mercantilizan
toda actividad económica en aras del máximo beneficio.
Que, a estas alturas de la historia, se pretenda desmontar el
Estado de bienestar surgido tras la Segunda
Guerra Mundial para sustituirlo por la iniciativa privada que
promueve el neoliberalismo, no deja de ser una consecuencia de ese
fundamentalismo económico que caracteriza al capitalismo, cuyo mayor peligro radica
en su capacidad de inculcar una “lógica” –el pensamiento único- que nos impulsa
a creer que sólo el mercado es capaz de satisfacer las necesidades de la
población de manera “sostenible”, esto es, rentable. Y es que el capitalismo ha
dejado de ser un sistema económico para convertirse en un régimen cultural y
civilizacional, que controla no sólo los modos de producción, sino también
todos los demás ámbitos en los que nos desenvolvemos, tanto de manera
individual como colectiva. El sistema capitalista es, por tanto, un sistema
socio-económico en el que el mercado lo regula todo: la economía, el modelo de
sociedad, el tipo de familia, la reproducción, el “consumo” del ocio, las
relaciones amistosas, la educación, la moral, la religión e incluso la muerte,
ya imposible sin haber suscrito antes el correspondiente seguro de defunción.
Todo gira en torno al negocio y en todo se busca el mayor beneficio al menor
costo.
A quien crea que es una exageración incluir a la familia
entre los ámbitos mediatizados por el capitalismo, bastaría recordar que el
matrimonio monógamo es, más allá de una cuestión moral o cultural, el modo más
fácil de adaptar la unidad social por excelencia –la familia- a las exigencias
del mercado, certificando las relaciones entre los padres y los hijos con el
Libro de Familia. El sexo y el amor se convierten en un acto jurídico, que se
engloba en un orden social, sujeto a un sistema político en forma de Estado, el
cual determinará finalmente las relaciones entre familia, ciudadanía y nacionalidad.
Es decir, el matrimonio “legal” está íntimamente ligado al sistema económico,
que no es otro que el capitalista. No es casual que el matrimonio monógamo se
estableciera con mayor firmeza cuando la industrialización se extendió en la
sociedad, consiguiendo que fuera la forma “natural” de garantizar los “recursos
humanos” que iba a necesitar y, llegado el caso –como sucede en la actualidad-,
preservándolo como el lugar (u hogar) de acogida a los expulsados por el
sistema, los desempleados “estructurales”.
Este modelo de capitalismo “fundamentalista”, cuyo único
objetivo es el beneficio, puede ser “suavizado” con aplicaciones del mismo
mucho más respetuosas con los recursos ambientales, más equitativas en su
funcionamiento y acordes a la finalidad última de la economía: ser soporte a la
existencia de la Humanidad ,
posibilitando su desarrollo. Un “capitalismo humano” es posible en tanto en
cuanto se regulen sus excesos y se evite que el mercado sea el único agente que
imponga las reglas o las condiciones. Entre la libertad de mercado y el
intervencionismo más absoluto, existe espacio para un capitalismo como
infraestructura económica al servicio del interés general, sin renunciar al lucro de la
iniciativa privada. Porque, aunque Adam Smith -padre de la criatura capitalista-
pensase que cuanto menos interviniese el Estado con más eficacia funcionaría el
sistema, los hechos demuestran que el mercado sin control, a su libre albedrío,
conduce a la concentración, el monopolio, la explotación, la especulación y la
avaricia. Destruye y agota (naturaleza, atmósfera, fuentes de energía, trabajo
y personas) en pos de la máxima rentabilidad inmediata. De ahí que haya que
erigir leyes antitrust, del buen gobierno y hasta sistemas fiscales que procuren
domeñar el apetito voraz del mercado y permitir un acaparamiento menos egoísta de
los beneficios.
Se trata, pues, de modificar modelos productivos, regular
actividades y delimitar espacios en los que predomine la actuación pública
frente a la privada. Rescatar de las manos de patronos, banqueros y
especuladores financieros la capacidad de orientar recursos y la determinación
de atender necesidades según la rentabilidad que deparen. Corregir la
desigualdad en la distribución de las rentas, puesto que las del Capital no
pueden seguir privilegiadas sobre las del Trabajo. Apostar por actividades
menos especulativas (destructoras de empleo) y que generen más valor añadido,
como las energías renovables, la innovación y las nuevas tecnologías, el medio
ambiente, los servicios sociales y la dependencia, el ocio y la cultura
(creación y difusión), la agricultura, intentando que los sectores
tradicionales preferidos por los mercaderes (construcción y grandes obras
faraónicas) no acaparen la mayor parte de los recursos. Y recuperar la inversión
pública en sanidad, educación y dependencia, para que la solidaridad social pueda
socorrer a los más necesitados y sin recursos.
No sería volver al “capitalismo de rostro humano” ideado por
la socialdemocracia cuando construyó el Estado de bienestar, pero sí retornar a
los esquemas progresistas que comportan cierto control de la actividad
económica y, fundamentalmente, de los desmanes del mercado, capaz de cegarse
con la maximización del lucro sin importarle las consecuencias humanas y
ambientales.
¿Cómo se conseguiría “humanizar” al capitalismo en los
tiempos de la globalización y las exigencias de “productibilidad” que desarman
al trabajador frente al poder omnímodo de las empresas? Con leyes y
movilización social.
La globalización neoliberal debe ser contestada por un
activismo que promueva la justicia social y la igualdad, basadas en una ética
superior, antitética a la del mercado, que cuestione la indiscutibilidad del “pensamiento único”. La defensa del medio
ambiente, el mantenimiento de los servicios sociales públicos y la supeditación
de la economía al interés general de la población han de constituir los límites
que el sistema económico capitalista deberá respetar, vigilado por ese
activismo de la sociedad y regulado por leyes que el Estado estará obligado
hacer cumplir. Imponer tasas e impuestos a transacciones financieras
especulativas que disuadan de la tentación al “casino financiero”. Y, en
definitiva, corregir las desigualdades que un sistema injustamente aplicado
provoca en la sociedad española. Todo ello unido a la exigencia de
transparencia en todos los ámbitos de gestión gubernamental y en cada una de
las administraciones del Estado (central, autonómica y municipal) para prevenir
y castigar el clientelismo y la corrupción, teniendo presente que la corrupción
es coherente con la lógica del poder financiero, que “compra” hasta el alma (De
Benoist, citado por Sousa Santos, Epistemologías
del Sur, p.154).
Y es que no basta con vigilar que cada céntimo del dinero de
todos se emplea de manera honesta, sino también velar por que las decisiones
económicas queden iluminadas por la luz de la democracia y no se mantengan en
la oscuridad de instancias ajenas a ella y, por tanto, extrañas a los intereses
generales de la población. Hay alternativas en un capitalismo humano que
reforme el capitalismo y devuelva a los ciudadanos la capacidad para elegir
ámbitos básicos de su existencia social, sin que queden sujetos a las
directrices del mercado ni se conviertan en instrumentos de dominación y poder.
En cualquier caso, no evitaremos seguir siendo explotados
por los detentadores del poder y el capital, pero al menos graduaremos la
intensidad de esa explotación. Algo es algo.
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