Nunca he ejercido la docencia, pero guardo deudas vitales
con maestros a los que tuve la fortuna de escuchar y admirar mientras asistía a
sus clases y atendía sus orientaciones, y a los que debo, en gran medida, el
haber podido alcanzar las metas que me he propuesto en la vida. El más grande e
influyente de todos ellos residía en mi propia casa, porque, además de maestro,
era mi padre. De un profesor, como de un padre, las enseñanzas más relevantes
son las recibidas desde el ejemplo y la actitud, ya que inciden en esa
“formación interior del individuo” a la que aspiraba Francisco Giner de los
Ríos con la empresa en la que volcó toda su energía pedagógica: la Institución Libre
de Enseñanza.
Los maestros memorables no se jubilan nunca ni jamás dejan
de tener alumnos que heredan su entusiasmo y su amor a la sabiduría. Son
profesores que han sabido sembrar en sus discípulos la semilla de pensar por su
cuenta para que el raciocinio y la libertad guíen la conducta de quien aprende
que la verdad no es única, aunque abunden los dogmas que pretenden
monopolizarla.
Nunca he ejercido la docencia, como decía, aunque he
impartido charlas en colegios e institutos, pero he sido alumno permanentemente,
una persona que no ha dejado de aprender constantemente de sus profesores académicos
y de los que, sin ataduras laborales, siguen repartiendo sabiduría fuera de las
aulas y en las plazas de la amistad, la camaradería y el compañerismo. Me he
esforzado en seguir o acercarme a maestros que educan con el ejemplo, la
actitud, la vocación y la adhesión a unos valores de los que no reniegan nunca.
Maestros con un bagaje cultural que portan en la mochila de la experiencia y
con la sensibilidad ilustrada de los que persiguen liberar al hombre de la
ignorancia y las supersticiones con las que son fácilmente sometidos y manipulados.
Admite Aureliano que debe prepararse, aunque le falten unos
años, a decir adiós como hizo, con el corazón encogido, el compañero suyo al
que glosaba en su comentario. Para un docente, es un entrenamiento continuo: no
algo que improvise el último día. Un buen maestro sabe decir adiós porque lo
dice desde el primer día de clase, el adiós con el que deja que cada alumno
piense sin tutelas, pero con criterio, que decida su porvenir emancipándose de
los condicionamientos que impiden su progreso, con la libertad que se conquista
gracias al conocimiento y la educación, y con esa honestidad que comparten educandos
y educadores a la hora de forjar ciudadanos adultos y responsables.
El último adiós puede ser duro emocionalmente para cualquiera que agote el ejercicio activo de su profesión. Pero los maestros memorables nunca imparten una última lección porque siguen instruyendo desde el recuerdo, el ejemplo y los valores que supieron transmitir. Son como esos padres que, aunque desaparezcan, siempre consideramos cercanos a nosotros y presentes en nuestra conducta. Los maestros, como los padres, no se jubilan, amigo Aureliano. Siguen siempre ejerciendo el magisterio ético de la ejemplaridad y el pundonor.
A mi hija Hilda y mi padre Daniel, estirpe de maestros.
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