Nunca antes en su agitada historia Palestina había estado más cerca de hacer realidad su sueño como pueblo: convertirse en un Estado sin tutelas y con plenos derechos en el concierto internacional de las naciones. Lo tiene al alcance de la mano si no fuera por esa soga que se lo impide con obstinada ceguera por parte de Israel. Palestina, aún estando confinada en unos territorios que poco a poco se estrechan por la fuerza y las barreras bajo excusa israelí de proteger fronteras y los infestan de colonias sionistas que diluyen su población árabe, está dando pasos contundentes en pos de su reconocimiento estatal por toda la comunidad internacional, justamente cuando el ejercicio de la violencia en la lucha por su existencia ha sido sustituido por la diplomacia y la consolidación de sus relaciones multilaterales. Todo ello arrincona a Israel en el inmovilismo de su intransigencia y en el monopolio de una violencia inconcebible entre países limítrofes y condenados a entenderse. Cuanto más se acerca Palestina al modelo de Estado moderno, pacífico y democrático, más se radicaliza Israel en su obstinación por impedírselo y negar todo reconocimiento.
Ese camino alcanzó una cota de no retorno cuando en abril de
este año la Corte Penal
Internacional (CPI) admitía el ingreso de Palestina entre sus miembros, lo que
confería a la Autoridad Palestrina
la posibilidad de denunciar al Ejecutivo israelí ante el organismo
internacional por crímenes de guerra y genocidio, obligándolo a reconocer al
Estado palestino y respetar sus fronteras de 1967 en los diversos foros
internacionales a los que acudan en defensa de sus derechos. Ese espaldarazo
de la CPI , que no
tiene potestad para reconocer estados, ha sido posible cuando la ONU ha otorgado a Palestina el
estatus de Estado Observador, no miembro, en la Asamblea General ,
lo que en la práctica supone su reconocimiento formal, aunque previo, como un
Estado soberano más.
El interminable conflicto palestino-israelí se interna, de
este modo, en una encrucijada que pasa por el mutuo reconocimiento entre ambos
estados, la garantía de la plena soberanía Palestrina sobre sus territorios, el
respeto a las fronteras delimitadas por las resoluciones de 1967 y la firma de
acuerdos de colaboración, de no intervención militar y de dirimir cualquier
controversia por vía del diálogo y la paz. Más peliagudo resulta el asunto de
Jerusalén, ciudad que ambos países reclaman como capital de sus respectivos
Estados.
La actitud beligerante del Ejecutivo de Netanyahu, volcado
en impedir cualquier reconocimiento de Palestina en el ámbito internacional,
facilita curiosamente la estrategia de la Autoridad Palestina
y su presidente, Mahmud Abbas, de conseguir ese reconocimiento que Israel le
niega. El último en hacerlo ha sido el Vaticano, que no sólo ha anunciado el
reconocimiento oficial del Estado de Palestina, sino que el papa Francisco
recibe en audiencia al presidente palestino calificándolo de “ángel de la paz”.
Algo impensable para un miembro de una organización considerada “terrorista”
por parte de Israel. Ello no ha sido óbice para que la bandera palestina ondeara
por primera vez en el Vaticano, donde apuestan por la solución de los “dos
Estados”.
En cualquier caso, el polvorín en el que se halla envuelta
la zona y los intereses estratégicos de las potencias de la región, además de
ese terrorismo islamista que los países árabes no saben, no quieren o no pueden
sofocar, no ayudan precisamente a la conquista de la paz en Palestina, donde
todos “meten mano” con la intención de perjudicar a quienes consideran
adversarios o beneficiar a los afines. Sin embargo, si alguna viabilidad existe
para solucionar este conflicto, ésta pasa sólo por la encrucijada de la paz, el
diálogo y la negociación. Un camino que ya ha emprendido Palestina, a la espera
de que Israel lo acompañe en el empeño por convivir pacíficamente como dos
Estados limítrofes y amigos. ¿Será ello posible alguna vez?
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