Nada más acceder al poder, el Gobierno del Partido Popular
perpetró el retorno del control gubernamental de Televisión Española (RTVE) al
modificar el sistema de elección del presidente de la Corporación para que
el Parlamento pudiera aprobar su nombramiento por mayoría absoluta, no por dos
tercios como había establecido la “reforma histórica” anterior. Desde entonces,
RTVE se ha transformado en una copia vergonzante de Telemadrid, aquel medio al
servicio de la presidencia de la
Comunidad y cuyo director fue premiado con las riendas del Ente
público nacional. Así, de querer emular el prestigio e independencia de la BBC inglesa, RTVE ha pasado a
ser una cadena cuyos trabajadores denuncian continuamente injerencias, censuras
y niveles de manipulación como en los peores tiempos de la dictadura. En este
caso, los miedosos actúan con dos objetivos muy claros: control de la
información para no perjudicar al Gobierno y deterioro de un modelo público de
televisión para privatizarlo o bien reducirlo a la expresión de Boletín Audiovisual
Oficial del Estado. Y lo están consiguiendo: sólo hay que ver la
credibilidad y la audiencia que pierde un medio que debería prestar un servicio
público que en nada está reñido con la objetividad informativa y el prestigio
profesional.
Las presiones y los posicionamientos en la prensa son
igualmente significativos. Los tres periódicos de mayor tirada de España han
relevado a sus directores en los últimos meses. La
Vanguardia , El País
y El Mundo han renovado sus staff por motivos que van mucho más allá
de buscar gestores que sepan enfrentarse a la caída de ventas y publicidad que
afecta a todo el sector, sino también de situar al frente del negocio a
directores que, como deduce José Sanclemente refiriéndose a El Mundo pero que es extensible al resto
de cabeceras, dejen de marcar en exclusiva la línea editorial y los hilos
políticos y periodísticos a su antojo, y se atengan a los objetivos señalados
por los accionistas y la propiedad a la que pertenecen. El cuestionamiento del
poder político, dispensador de subvenciones y ayudas al sector, parece quedar
limitado a los casos más sangrantes de corrupción y desfachatez delictiva, en
los que el poder judicial ya no ha tenido más remedio que intervenir e
investigar. Salvo esporádicas y voluntariosas excepciones en soporte digital, causa
sonrojo comprobar cómo la pretendida “recuperación” que vende el Gobierno es
aceptada sin discusión por unos medios afines y ajenos, pero sumisos y
dependientes todos ellos de la publicidad institucional, temerosos de los
inspectores de Hacienda, proclives a pisar las alfombras de despachos y
oficinas gubernamentales y pendientes de su viabilidad empresarial antes que
del interés general de los ciudadanos por estar informados con diligencia y
veracidad. Todos estos movimientos y posicionamientos de la prensa se inscriben
en el “acomodo” a las directrices que emanan del poder político y económico que
no duda en presionarlos para controlar la información.
Y en cuanto se exceden, a los ojos del Gobierno, vuelve la
amenaza explícita y tentetiesa. Unos “ojos” que consideran escandaloso que un policía proteja
la nuca de un exvicepresidente del Gobierno al subirlo a un vehículo oficial,
como hace con cualquier delincuente. Un escándalo que no era provocado por los
medios de comunicación, sino por la alta personalidad política que comete
fechorías delictivas. Ello motiva a todo un ministro del Gobierno, responsable
del departamento de Justicia, Rafael Catalá, a “reflexionar” sobre la necesidad
de multar las filtraciones de procesos judiciales a la prensa e impedir su
publicación. La amenaza, aunque posteriormente matizada, no es sutil, sino
clara y con la voluntad de amordazar a la prensa y obligarla a autocensurarse.
Ya existe el delito por las filtraciones
de secretos oficiales, que castiga a funcionarios que no guarden el deber de mantenerlos
y a los medios que difundan este tipo de filtraciones. Que un ministro con
responsabilidad en la materia aluda a un endurecimiento de las sanciones, es un
toque de atención a los destinatarios de la advertencia, en el sentido de que
el Gobierno podría legislar para “multar” (y obligar a callar) a los medios que
publiquen información bajo secreto de sumario sin que ningún juez dictamine si
prevalece el derecho a la información. Como dice Ignacio Escolar: la estrategia
no es nueva. Es poner al derecho a la información la misma mordaza que se puso al
derecho a la manifestación. Ello es prueba de que el Gobierno actúa con miedo a
la libertad, restringiéndola cada vez que convenga a sus intereses partidistas
y en detrimento del interés general.
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