A quienes están en contra de la libertad, de la libre confrontación de opiniones, la pluralidad de la sociedad y la diversidad de tendencias, intereses y comportamientos existente en su seno, acaban siempre restringiendo la libertad en nombre de la libertad, terminan por secuestrarla con leyes que la condicionan y limitan, y no paran hasta que, finalmente, penalizan legalmente cualquier intento de escapar a las ataduras con las que se pretende sujetarla. Les caracteriza el miedo a una libertad que podría cuestionar su estatus y privilegios. Un miedo que no conoce de ideologías ni de regímenes. Ejemplos de ello se producen en gobiernos de derechas e izquierdas, si es que aún existe esta división política, que coinciden en coactar el ejercicio de la libertad.
En España, sin ir más lejos, el Ejecutivo del Partido
Popular ha tomado iniciativas impensables en un régimen democrático digno de
tal nombre. No sólo revisa leyes que suponían el reconocimiento de la libertad
de los ciudadanos a conducirse según sus creencias y valores para adecuarlas a
sectarias ideologías –como la ley del aborto-, sino que legisla para cercenar
derechos consagrados en la
Constitución , como la libertad de opinión, expresión y
manifestación. La reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana y del Código Penal, hace poco aprobadas en el
Congreso de los Diputados, supone límites al ejercicio de estas libertades y
busca controlar las nuevas formas de protesta social, por el temor a que se
extiendan el descontento y el rechazo a medidas gubernamentales que castigan
sobremanera a los ciudadanos. Son leyes que penalizan la libertad, algo que tal
vez sea coherente en regímenes autoritarios a la vieja usanza del ordeno y
mando, pero no en sistemas democráticos modernos.
Pero es que, yendo más lejos en el espacio y la ideología, Vladimir
Putin hizo aprobar el sábado pasado una ley que declara prohibidas las ONG
extranjeras que osen denunciar situaciones de abusos, atentados a la Naturaleza e
injusticias en Rusia. No se limita a restringir su actividad o a controlar los
derechos de los ciudadanos, sino que da un paso más y legisla para multar con
fuertes sumas de dinero y penas de prisión de hasta seis años a quienes colaboren
con ONG “indeseables” que, a juicio de los que van contra la libertad en Rusia,
suponen una “amenaza” a la defensa o seguridad del país y alteran el orden
público o la salud pública. Y es que en Moscú no se andan con chiquitas como en
España. Aquí obstaculizamos la libertad mediante leyes mordazas, y allí prohíben
directamente el ejercicio de la libertad, compartiendo ambos métodos el mismo
temor a la libertad.
Estas situaciones describen formas de “fascismo social”, tal
como lo considera Sousa Santos* al analizar el pensamiento abismal. Reflejan un
régimen de poder que trivializa la democracia hasta el extremo de crear
sociedades políticamente democráticas pero socialmente fascistas. De esta
manera, el fascismo social coexiste con la democracia liberal, y las libertades
con el control de las cosas y sobre la gente.
Y es que el poder, como históricamente es conocido, es el
nudo de relaciones sociales de explotación y dominio por el control de los
siguientes ámbitos sociales: el trabajo y sus productos, los recursos de
producción, el sexo y la reproducción de la especie, el conocimiento y la
cultura, y la autoridad y sus instrumentos de coerción que sirven para regular
los patrones sociales y sus cambios. En definitiva, el poder va en contra de la
libertad, lo detente tanto Rajoy como Putin, por lo que ambos legislan en
idéntico sentido, al objeto de impedir que los ciudadanos gocen de libertad
para controlar instancias básicas de su existencia social e individual:
trabajo, sexo, subjetividad y autoridad. Por eso van en contra de la libertad:
temen que los desalojen del poder.
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