Si no se produce ninguna zancadilla en el último minuto (¡y
mira que ha habido muchas!), los Reyes Magos traerán un Gobierno “estable” a
España. Era lo que pedía la inmensa mayoría de los españoles en la carta a sus
majestades de la ilusión. Después de ocho meses de interinidad y dos elecciones
generales, el candidato del PSOE, Pedro Sánchez, podrá al fin reunir una
mayoría de votos favorables en el Parlamento que le permitirá ocupar el despacho
presidencial del Palacio de la Moncloa, sin estar en funciones ni de manera provisional,
como lo ha venido siendo desde que ganó una moción de censura al gobierno de
Mariano Rajoy, en mayo de 2018. Si lo consigue, será el primer gobierno de
coalición que se formalizará en nuestro país desde la Segunda República,
gracias al pacto alcanzado entre los socialistas y Unidas Podemos, más el apoyo
parlamentario de otras fuerzas regionalistas, nacionalistas e independentistas.
Pero contará con la frontal y beligerante oposición de la derecha (de todas
ellas: la derecha, la ultra derecha y la ultra-ultra derecha, como las calificó
Pablo Iglesias), que ha hecho todo lo posible por bloquear e impedir la
consecución de ese probable Gobierno de izquierdas. Es decir, si no se malogra
a última hora, los Reyes Magos posibilitarán un Gobierno que acabe con la
inestabilidad en la que se ha instalado desde hace un lustro la política en
nuestro país. Ya era hora.
Las negociaciones para cerrar ese acuerdo han sido numerosas
(por el número de partidos con los que acordar), complejas (por los diferentes y
hasta opuestos intereses de cada uno de ellos) y, más que discretas, opacas y
ambiguas. Todo ello daba pábulo a la desconfianza y el malestar, incluso en el
propio PSOE. Durante las mismas, algunos barones territoriales socialistas expresaron
sus recelos por los compromisos que tuviera que aceptar su partido para ganarse
el apoyo de otras fuerzas parlamentarias. Temían que se tuvieran que cruzar
determinadas “líneas rojas” que todos ubican en las concesiones soberanistas que
exigiera ERC, el partido independentista del líder catalán Oriol Junqueras,
actualmente en prisión. Existía temor también en otras autonomías, temerosas de
la posibilidad de un trato privilegiado a Cataluña que, por mucho “conflicto
político” que mantenga con el Estado, iría en detrimento de la igualdad de
derechos y prestaciones que todas las comunidades merecen. Todos, barones,
autonomías y oposición, desconfiaban de unos apoyos, por otra parte
imprescindibles, procedentes de partidos independentistas debido a las
contrapartidas que pudieran exigir, aunque sea el mero reconocimiento político
de su “singularidad” y el derecho democrático a perseguir sus objetivos, en el
marco del “ordenamiento jurídico” existente; es decir, constitucional. A pesar
de todo, tales objeciones eran las tomadas por “amistosas”, planteadas por los
que, en cualquier caso, preferirían la formación de un Gobierno de izquierdas a
la repetición de unas terceras elecciones generales, de cuyo resultado nadie
excluye un bandazo, por hastío, hacia la diestra. La oposición de derechas, que
recupera poco a poco terreno, apostaba por nuevas elecciones, bloqueando con una
negativa férrea la investidura con sus votos o abstención de un presidente
socialista. Y para denostar, a renglón seguido, los apoyos logrados en la
bancada de la izquierda, única opción posible. En este sentido, la derecha ha
actuado, como se conoce coloquialmente, de forma que “ni come ni deja comer”.
Pero si el “fuego amigo” era el provocado por la
desconfianza de lo convenido en ese pacto de investidura, el fuego enemigo, procedente
de la derecha reaccionaria, lo fue -es y será- por su total y absoluta cerrazón a
un acuerdo entre las izquierdas que haga posible la formación de un gobierno de
coalición del PSOE y Unidas Podemos, como si un gobierno de izquierda fuera la
primera vez que sucede en España. Mientras estuvo en fase de negociación, la
derecha política y mediática no se cansó de denunciar que se estaba pactando
con los que quieren “romper” España, con “comunistas, separatistas y golpistas”,
todos ellos enemigos declarados de este país, aunque reúnan toda la legitimidad
democrática para sentarse en el Congreso de los Diputados y ser tan dignos representantes
de los españoles, como los demás diputados. La voluntad de apostar por el
diálogo para encauzar el conflicto territorial de Cataluña, supuso nada menos que
la catalogación del PSOE como partido “no constitucionalista”, cuando entre los
autodeclarados constitucionalistas se alineaban formaciones cuyos presidentes
no habían votado la Constitución, otras que no existían cuando se aprobó y alguna
que se posiciona en contra del diseño constitucional del Estado de las
Autonomías y de algunas libertades y derechos constitucionales. Ese fuego
enemigo se atrevió a tildar al candidato de traidor y felón por tratar de armar
una mayoría parlamentaria que permita su investidura.
Cuando escribo este comentario aún no se conoce el resultado
del pleno de investidura. Pero la munición empleada por la derecha, antes y
durante la sesión, ha sido contundente y de grueso calibre. A estas alturas de
la democracia en España, tales actitudes viscerales de confrontación parecían haber
sido superadas en el proceder democrático de la alternancia del poder y en los
usos de cortesía, basados en el respeto y la educación, en las relaciones personales
y la diatriba entre los políticos, cual adversarios y no como enemigos
irreconciliables. Sin embargo, las descalificaciones, los insultos, las amenazas,
las mentiras y las insidias han acaparado el contenido de los reproches dirigidos
desde determinados sectores sociales de la derecha -político, mediático, económico,
etc.- a los partidos empeñados en consensuar un gobierno de izquierdas y a los
partidarios que apoyaban tal iniciativa, por otra parte, perfectamente legítima
y democrática, dada la mayoría representada en el Parlamento, derivada de la
voluntad, expresada en las urnas, de los ciudadanos.
Incluso ha habido llamamientos, desde el catastrofismo más irracional,
a una defensa de la patria ante una supuesta amenaza a “la seguridad nacional”,
representada por el candidato socialista o por un gobierno por él presidido en
coalición con Podemos. Era lo que demandaba un exmilitar integrado en Vox a
través de un artículo publicado en la edición de El Mundo de Baleares,
en el que hace un llamamiento a “los poderes del Estado” para evitar la
investidura de Sánchez e, incluso, examinar si había incurrido en crimen de
traición. El mensaje es implícito.
Más explícito era el de un filósofo, columnista de ABC,
que afirmaba que “la situación es gravísima” porque el Gobierno en funciones se
apoya “en quienes quieren destruir la Nación y destruir la Constitución”. Asegura
el alarmista que “otra guerra civil es posible”. Habla de odio para referirse a
la memoria histórica, de la chabacanería instalada en el Parlamento, por la
fragmentación partidista, y del imperio de la mediocridad, política y social. Por
todo ello, concluye que “España casi agoniza (…) que puede morir”.
Uniéndose al coro del catastrofismo apocalíptico, algunos “ministros”
de la Santa Madre Iglesia Católica, la que aloja en sus templos tumbas de
dictadores y de asesinos (Queipo de Llano sigue en la Basílica de la Macarena
de Sevilla) que provocaron una guerra civil, la que paseó bajo palio, mientras
vivieron, a los que firmaron sentencias de muerte, fusilamiento y garrote vil a
inocentes que mantenían ideales contrarios al fascismo, no han dudado de solicitar
a sus fieles que "elevaran oraciones especiales por España" en todas
las iglesias, misas y conventos. España, a juicio de estos preclaros monseñores
de la Conferencia Episcopal, está en una “situación crítica”. No piden rezar
por los inmigrantes ahogados, ni por la miseria a la que están condenadas
muchas familias a causa de un modelo económico injusto y egoísta, ni siquiera por
las asesinadas por la violencia machista, que ha causado más muertes que el
terrorismo de ETA, sino que poden orar para que el Altísimo, que se sienta a la
derecha, naturalmente, impida un nuevo gobierno progresista en España que pueda
poner en riesgo el chiringuito de la concertada, la financiación pública de su
tinglado eclesiástico y demás privilegios que disfruta “su” iglesia en un
Estado constitucionalmente no confesional.
Si todo lo anterior no es catastrofismo, al estilo de la
portavoz parlamentaria del Partido Popular cuando dice que la situación actual
es peor que cuando ETA mataba, ¿qué será entonces catastrofismo? Esos velados llamamientos
a una intervención del Ejército (“los poderes del Estado”) o avisos de que
“otra guerra civil” parece justificada, no constituyen simples ejemplos de una
diatriba política polarizada, sino amenazas nada sutiles de una derecha radical
que está dispuesta a utilizar todos los medios a su alcance para retener un poder,
un gobierno, un país, una sociedad, una economía y una cultura bajo las
directrices de su ideología. Y ello es grave y peligroso. Porque si las
derechas consideran que la democracia y la libertad sólo son válidas si les sirven
para retener el poder, tachando de ilegítimas las alternancias en el gobierno
por decisión soberana de los españoles, entonces corremos el riesgo de que se
produzcan todos los males apocalípticos que nos vaticinan si ellas no gobiernan.
No hay que olvidar que fueron las derechas las que iniciaron la última guerra
civil en España para “defenderla” del gobierno legítimo de la República.
Tal vez por ello, sería “saludable”, aunque sólo sea para “exorcizar”
todos esos designios de maldad de los que se le acusa, que el primer gobierno
de coalición pudiera materializarse en la democracia española. Para demostrar que
un gobierno de izquierdas, en el que participe Podemos, no es ningún riesgo
para el país, ni supondrá una hecatombe para la economía, la integridad
territorial, la unidad nacional o la identidad de la población, tan plural y
diversa como la de cualquier país moderno. Más allá de un programa que incluye
derogar los efectos más lesivos de la Reforma Laboral, aumentar el tipo
impositivo a las rentas superiores a 130.000 euros, actuar contra la
precarización del trabajo, adecuar nuestra sociedad a la cuestión ecológica y climática,
atender la revolución feminista, regular la proliferación de las casas de apuestas,
limitar los abusos en el alquiler de viviendas o ampliar las libertades básicas
y los derechos sociales, más allá de todo eso, sería conveniente un gobierno de
izquierdas para fortalecer nuestra democracia en la normalidad de la
alternancia en el poder, sin apelar al catastrofismo ni al fundamentalismo
ideológico. Nadie está en posesión de la verdad, menos aún en política.
Por eso, puede que esta vez que los Reyes Magos acierten con el regalo que se merece el país: un nuevo gobierno estable y progresista que afronte los problemas que nos agobian. Y si se equivoca, dentro de cuatro años pedimos otro. ¿Dónde radica el peligro? ¿O acaso la gente no sabe votar?
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