Una mota de polvo da una vuelta al año alrededor de un insignificante sol de entre los que cubren el cielo de puntitos de luz en la noche. Esa
estrella, junto a miles de millones como ella, forma grupúsculos más grandes
que también por miles de millones pueblan el universo de galaxias y
constelaciones. Antes de eso y después de eso es la nada: el silencio y el
vacío. Pero, entre tanto, a una escala tan reducida como la de un microbio
sideral, una vida consciente de su existencia celebra que acaba de dar 67
vueltas, desde que nació, al astro que alumbra su planeta. Comparado con la nada
de la que venimos y a la que vamos, celebrar ese hecho es festejar un
latido imperceptible de esa nada que somos y no comprendemos. Pero, poder
hacerlo, es ya un milagro de ese ruido absurdo que se produce entre dos silencios, parafraseando a Beckett. Es
mi cumpleaños. Perdonad la ñoñería.
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