Durante la infancia, ese tiempo en el paraíso del que nos
expulsan cuando crecemos y nos creemos listos, el día 6 de enero empezaba mucho
antes de salir el Sol. Inquieto y desvelado, me levantaba en medio de la
oscuridad para ir a descubrir los regalos que me habían dejado los Reyes Magos
en el salón, como si buscara un tesoro fantástico en la Isla de la Inocencia. Por aquel
entonces, estaba convencido de que unos magos de Oriente, que no serían repatriados
desde la frontera, hacían realidad las ilusiones y sueños de los niños. Incluso
cuando ya sabía que los padres participaban del engaño, seguía levantándome de
madrugada para buscar aquel regalo inesperado que hacía brillar en el niquelado de mi primera bicicleta los destellos de unas pupilas dilatadas de emoción.
Aquella ilusión se ha mantenido, ya como auténticos
Reyes Magos, a la hora de aprovechar el silencio y la oscuridad de la noche
para depositar los regalos con los que estarían soñando mis hijos.
Escucharlos, haciéndome el dormido, cuchichear y recorrer la casa en penumbra para
encontrar lo que buscaban, mientras abrían paquetes y expresaban exclamaciones cada vez más perceptibles, me hacía recobrar la vieja emoción infantil del Día de Reyes. Tal
vez ese pellizco sea lo mejor de la Navidad: la magia del día 6 al ver los regalos, que se transmite de hijos a padres, porque somos los adultos los
que heredamos esa ilusión: la de soñar con el paraíso perdido de nuestra
infancia.
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