No perdía la costumbre de madrugar para bajar a dar un largo
paseo solitario por la playa y admirar un mar plateado que el sol iba
coloreando en distintas tonalidades de azul y verde. Gustaba sentir la arena
aun fría bajo sus pies descalzos y la brisa mañanera, húmeda y fresca, que
erizaba su piel. Era una caminata en silencio en la que podía embelesarse con el rumor de las olas y el graznido de las
gaviotas mientras sus pensamientos se perdían en la inmensidad de un horizonte
que partía el mundo por la mitad. Antes de que la muchedumbre perturbara su
deambular por aquel paraíso de paz y sosiego, regresaba a la casa justo cuando
la familia se preparaba para disfrutar del día de playa. Aprovechaba entonces
para sumirse en la lectura del periódico y degustar un desayuno elaborado con
parsimonia y mimo. Esas eran sus vacaciones. El resto de la jornada era el
precio a pagar para poder disfrutarlas.
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