Te despido, agosto, aunque todavía tu agonía se prolongue
hasta los días bochornosos con los que te enfrentas al otoño. Te despido,
agosto, con el adiós de unos ojos deslumbrados por la brillante luz con que hacías
retroceder las sombras de la noche. Te despido, agosto, con el aborrecimiento
de tu influencia para aglomerar multitudes embebecidas de ocio gregario. Te
despido, agosto, en el estertor de tu último aliento con el que sucumbes a la
voluntad insobornable del calendario. Te despido, agosto, sin pena ni lamento
por la derrota de un tiempo en que reinaste con menosprecio a cuántos te
rechazaban. Te despido, agosto, con la esperanza de que tu marcha precede al
tiempo gris que escapa de la monotonía absoluta de lo azul o negro. Te despido,
agosto, con la seguridad de que retornarás exultante de las cenizas del
invierno. Te despido, agosto, saludando con alegría la variedad cíclica que nos
hace disfrutar de distintas monotonías fugaces. Pero sobre todo, te despido,
agosto, sin confundir que no eres tú el que se marcha, sino que soy yo quien
hace una muesca más al cronómetro de mi existencia. Te despido, en fin, agosto,
en la confianza de poder repudiarte el año que viene. Por eso te despido,
agosto.
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