Hoy se cumplen cuatro años del accidente del avión de
Spanair que dejó 154 muertos y 18 supervivientes en las cunetas del aeropuerto
de Barajas, y se me pone la carne de gallina. No por miedo a volar, sino por la
irresponsabilidad con que, en más ocasiones de lo deseable, se realiza el
pilotaje de un avión. Aquel caluroso mediodía, los pilotos
-según los peritos- olvidaron desplegar unos alerones (flaps y lats) en las alas que consiguen dar mayor
sustentación a la nave, y al ser incapaz de elevarse, acabó estrellándose contra la pista.
Una cadena de fallos, aislados o concatenados, dio
lugar a que el accidente se produjera. En primer lugar, el recalentamiento de
una sonda, que sirve para medir la temperatura exterior de la nave, hizo que
los mecánicos de mantenimiento la desconectaran al no poderla reparar. Según los manuales de la compañía, no
era un sistema esencial de vuelo. "Solucionado" el problema, los
pilotos emprenden un segundo intento de despegue sin configurar adecuadamente
el avión, olvidando accionar los citados alerones que amplían la superficie del
ala y dotan de mayor sustentación a la nave durante las maniobras de despegue y
aterrizaje. Además, tampoco realizaron minuciosamente las operaciones previas de
comprobación (procedimientos operativos estándar) ni la confirmación visual de
la palanca que indica la posición de los flaps y lats en cabina. Para colmo, no
sonó el TOWS del avión, una alarma que avisa a los pilotos si olvidan activar esos
alerones, imprescindibles para el despegue. Para el Sindicato Español de
Pilotos de Líneas Aéreas (SEPLA), la deficiencia del TOWS, al no sonar, facilitó
el siniestro, puesto que si hubiera funcionado correctamente, la tripulación
hubiera abortado el despegue. En cualquier caso, es este cúmulo de
deficiencias lo que hace altamente peligroso volar en avión.
Si a ello añadimos que otra compañía, Ryanair, hace volar
sus aviones con una carga “justa” de combustible, lo que ha causado ya el
aterrizaje de emergencia de al menos tres aviones este verano, el pánico a
volar parece justificado. Entre las “chapuzas” de los técnicos de mantenimiento,
las negligencias de los pilotos, los fallos en los sistemas del avión no
corregidos por el fabricante, la inexistente supervisión de Aviación Civil y
las políticas de ahorro de las compañías, el hecho cierto es que, aunque el avión
sea en sí mismo un medio seguro, volar es un riesgo cada vez mayor, por las
imprudencias e irresponsabilidades de cuantos debían velar por la seguridad de
la navegación aérea.
Y se me pone la carne de gallina porque la tragedia no
termina cuando se produce el siniestro, sino porque los supervivientes y los
familiares de los fallecidos todavía les aguarda un duro y largo
proceso de pleitos para obtener algún reconocimiento como víctimas de accidentes
que no tenían que haberse producido si todos los implicados hubieran actuado
correctamente.
Una mujer, que perdió a su sobrina en el accidente de
Spanair, lleva cuatro años esperando que el siniestro no quede impune y se arbitren
medios para que, ante hechos tan luctuosos, las autoridades se dignen ofrecer un “trato
digno” a familiares y las víctimas. Mientras tanto, en los juzgados de Madrid todavía
están pendientes sobre si mantienen las inculpaciones sobre los mecánicos de
mantenimiento, culpan a los pilotos o extienden las responsabilidades al
fabricante del avión y a las autoridades que expiden los certificados de
aeronavegabilidad.
Nadie tiene prisa por resolver este desgraciado accidente,
salvo esos familiares de las víctimas y los supervivientes, que ven cómo se
prolonga su calvario ante el parsimonioso proceso judicial. Se le pone a uno la
carne de gallina con tanta negligencia y despreocupación.
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