En los últimos años, los ciudadanos tienen la sensación de
que la política, el ejercicio democrático del poder, está siendo usurpado por
la economía, que impone sus criterios sin atender la voluntad de los afectados.
Con la excusa de enfrentarse desde hace cuatro años a una crisis financiera
global, los gobiernos de muchos países europeos, en especial los que contaban
con mecanismos reguladores del mercado, están siendo obligados a adoptar
medidas en contra de su propio ideario, que dejan sin protección a amplias
capas de la población, a los más necesitados. Se asiste, así, a una pertinaz
lucha ideológica que, olvidando cierto equilibrio mantenido desde la segunda
Guerra Mundial hasta principios de este siglo, tiene como consecuencia el
desistimiento de la voluntad popular y la pérdida de confianza en la democracia.
Los seguidores del liberalismo económico, conservadores que
propugnan un Estado esquelético que no intervenga en sus asuntos, están
aprovechando las circunstancias para destruir y desprestigiar al Estado de
Bienestar, al que acusan de insostenible, despilfarrador y causante de la
crisis por el derroche del gasto. En ese sentido, y faltando a la verdad de
forma descarada, no dudan en sembrar la alarma en la población exacerbando el
costo de la asistencia sanitaria a los inmigrantes, el peso de las nóminas de
los empleados públicos, el “abuso” en las prestaciones por desempleo, la carga
de las becas para estudiantes indolentes y hasta la factura farmacéutica que se
financia a cargo de los impuestos, sin contar las ayudas a la dependencia, los
recursos destinados a empresas y trabajadores en dificultades y las
subvenciones a sectores de interés social. Para los adalides del
neoliberalismo, todo ello no es más que un derroche en gasto inútil e
inasumible. Incluso el cheque-bebé hubo de ser eliminado en una sociedad como
la española con una baja tasa de natalidad.
Acostumbrada a que el mercado ofrezca los servicios y bienes
que demanda la sociedad, la política se ha limitado a dejar hacer, mientras
actuaba en aquellas parcelas ajenas, en principio, a la iniciativa privada por
su escasa rentabilidad. Es decir, la supremacía política conservaba la
dirección de la “infraestructura” económica, corrigiendo o atenuando el voraz
apetito de aquella. Así, era posible que colegios privados se instalaran en las
grandes urbes, donde tenían asegurado el negocio entre las clases medias o
liberales, mientras el Estado creaba escuelas en todos los pueblos, sin
importar más que el derecho de unos niños a la educación.
La sociedad democrática detentaba la confianza de los
ciudadanos para regular los mercados en beneficio del interés público
mayoritario. Una tutela que siempre ha sido necesaria si se deseaba conseguir
un mejor reparto de la riqueza y lograr una mayor justicia para todos,
combatiendo las desigualdades sociales.
Sin embargo, algo sustancial ha cambiado en esta relación
entre la política y la economía. Algo que ha alterado la jerarquía de valores
hasta tal extremo que se han invertido los términos. Ahora es la economía la
que dicta las directrices sociales y las normas de convivencia, supeditando a
la política ser mero instrumento al servicio de sus intereses. Los Gobiernos
han pasado a ser marionetas manejadas por la presión que ejercen los mercados y
los evaluadores de la solvencia de países soberanos. El capitalismo, que tiene
sus ventajas para la producción en masa y la creación de mercados, también
tiene sus inconvenientes sin un adecuado control que mitigue su afán insaciable
de rentabilidad. No se detiene en contemplar las libertades (tiende a la
concentración) ni los beneficios del conjunto de la población (no aspira al
bienestar social, sino al negocio).
Como resultado de esta dejación política es la aparición de
situaciones, como la actual, en que las democracias se hallan secuestradas por
los mercados. Ellos son los que demandan imperativamente el desmantelamiento de
las estructuras públicas que servían para el sostén de los más desfavorecidos y
la eliminación de derechos que protegían a los más débiles, en aras de una
contabilidad “equilibrada” de las cuentas públicas. La sanidad, la educación,
la justicia, los derechos laborales, las ayudas a la dependencia, las políticas
de igualdad y todo el sistema que paliaba los desmanes de una economía
mercantil sin freno, han sido puestos en cuestión y tildados de “gasto” insostenible
que han de ser “ajustados”. Si ello no se ha intentado antes es porque hoy, gracias
a las nuevas tecnologías, es posible adoptar instantáneamente decisiones de
especulación financiera a escala global que dejan sin posibilidad de reacción a
los Gobiernos nacionales, sumiéndolos prácticamente en la bancarrota. Hoy, el
Capital puede poner de rodillas a los Gobiernos, y no se recata de hacerlo, máxime
si una “crisis” financiera, originada por los excesos avariciosos de los mismos
economistas especuladores, les sirve de excusa.
La culpa de esta inversión de valores la tiene la propia
política, que se ha dejado avasallar por la economía, atendiendo a sus
requerimientos de suprimir toda regulación a cambio de inversiones y
patrocinios. La política ha abdicado de su responsabilidad ante los ciudadanos
y atiende sólo a los intereses del capital, al que presta cuantas ayudas niega
a una población progresivamente empobrecida. No es de extrañar que, ante el
abandono de la política, surja la desafección y el peligro de populismos que se
alimentan de la falta de esperanzas de la gente y de su creciente indignación.
Los Gobiernos elegidos democráticamente deben asumir su
responsabilidad para controlar y regular la actividad económica, atendiendo al
bien común y al bienestar social. No es de recibo que se inyecten miles de
millones de euros en bancos y no se puedan contratar profesores. Quien así lo
haga está vendido al capital y actúa como su agente, no al servicio de los
ciudadanos. Y miente si arguye que no puede hacer otra cosa porque, como
advirtió Adam Smith, los mercados siempre se muestran ávidos de romper o
corromper los límites que regulan su voracidad. Por ello hay que tenerlos bajo
control. Es cuestión de anteponer los intereses de la gente, no del negocio,
que ya tiene campo suficiente para su desarrollo y rentabilidad. Es la única
manera de librar del secuestro a la democracia mediante una regulación también
democrática de los mercados y apostando por el crecimiento en vez de la
austeridad como única receta para salir de la crisis. Pero es una lucha ideológica
que, por ahora, vamos perdiendo. ¿Hasta cuándo?
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