Hubo un tiempo en que el Partido Popular, estando en la
oposición, no tenía reparos en utilizar la lucha antiterrorista para desgastar
al Gobierno. Era cuando acusaba al Ejecutivo de “estar traicionando a los muertos”
y que la política antiterrorista servía sólo para “fortalecer a ETA”. Ninguna
medida gubernamental parecía del agrado de un Partido Popular que enarbolaba la
bandera de las víctimas y se colocaba tras las pancartas de las
manifestaciones, rompiendo el frente unido entre los demócratas contra el
terror para asumir postulados maximalistas, desde los que exigía medidas
extremas.
Mientras estuvieron en la oposición se convirtieron en
adalides del cuestionamiento de cualquier instrumento que no fuera únicamente la
fuerza policial para vencer a ETA, socavando con sus críticas los esfuerzos
emprendidos para evitar los asesinatos, el cese de la violencia y las salidas para
reconducir las aspiraciones de los independentistas por vía de la legalidad, a
través de cauces pacíficos y democráticos de participación política.
Tal estrategia que recusaba todo consenso que no se limitase
a la mera asunción de los postulados radicales de los populares era de fácil
ejecución y proporcionaba enormes réditos electorales a los conservadores,
aunque supusiera fracturar la unión entre demócratas y faltar a la lealtad con el Gobierno en un asunto de Estado
que requiere discreción, tacto y enormes dosis de responsabilidad en los
partidos con posibilidad de gobernar.
Dos veces ha repetido el Partido Popular esa estrategia de
confrontación en materia de política antiterrorista: la primera, durante los
gobiernos de Felipe González que acabaron enfangándose en una “guerra sucia”
contra ETA, dirigida desde el Ministerio del Interior, y de la que se lucraron
algunos altos responsables y determinados elementos policiales gracias al uso
de fondos reservados sin ningún control. Una deriva que degeneró de la obsesión
por afrontar, por “atajos” y a cualquier precio, las crueles campañas
criminales de ETA, capaz de cometer más de cien asesinatos en una legislatura.
Esa situación puso en bandeja a José Mª Aznar la posibilidad
de auparse a la presidencia del Gobierno merced a una frase insistentemente
pronunciada en cada debate parlamentario y cada mitin: “¡Váyase, señor González!”.
La dura oposición de Aznar, que se nutría de los casos de corrupción en las
filas socialistas y de lo que se denominó “terrorismo de Estado”, sirvió para
que el líder de la oposición se hiciera eco de las insinuaciones que señalaban
al presidente de Gobierno como el “Sr. X” que dirigía la trama de los GAL,
policías y mercenarios que combatían a ETA con la anuencia de determinados
cargos del Gobierno. Y dio resultado: tras cuatro legislaturas de gobiernos
socialistas (1982-1996), Aznar consiguió que el Partido Popular accediera al
Poder.
La segunda ocasión fue cuando retornaron a la oposición por obra
y milagro de José Luis Rodríguez Zapatero, quien contra todo pronóstico
desalojó a los populares del Poder tras los atentados cometidos por terroristas
islamistas en Atocha. Otra vez los populares volvieron a la estrategia radical,
sobre todo durante la primera legislatura del socialista, acusando al Gobierno
de rendirse a ETA y claudicar ante sus exigencias, al impulsar un “proceso de
paz” con el que pretendía acabar con la existencia de la banda terrorista
mediante el diálogo y negociación. Los populares y la Asociación de Víctimas
del Terrorismo (AVT) se conjuraron para manifestarse repetidamente contra la
política antiterrorista del Gobierno, rechazando incluso las medidas de
reinserción de los presos que se desvinculan de la banda o los beneficios
penitenciarios (prisión atenuada, permisos, etc.) que pudieran serles
aplicados.
Sin embargo, toda esa estrategia radical contra la política
antiterrorista del PSOE se vuelve en
contra cuando el Partido Popular tiene oportunidad de gobernar. Porque,
inviable la derrota de ETA exclusivamente por vía policial, debe aplicar
mecanismos basados en aquello que criticaba ferozmente desde la oposición.
Entonces no recuerda sus exigencias maximalistas y las pancartas tras las que
se parapetaba para denunciar chantajes y traiciones ante cualquier iniciativa
antiterrorista.
Ni el mismísimo Jaime Mayor Oreja, convertido en el
“martillo” de la oposición al Gobierno en esta materia, es capaz de recordar su
paso al frente del Ministerio de Interior desde el que acercó presos de ETA a
las cárceles del País Vasco, excarceló a decenas de ellos y tuvo que escuchar
la referencia de su presidente al “movimiento de liberación vasco” cuando Aznar
autorizó el inicio de negociaciones con
ETA en la tregua de 1998.
Entonces, y ahora también bajo el Gobierno de Rajoy, lo que
era cesión se transforma en cumplimiento estricto de la ley, la “blandura” ante
presos enfermos son medidas penitenciarias humanitarias y los planes de
acercamiento y reinserción son actuaciones gubernamentales que se basan en “cumplir la ley en la lucha contra ETA para derrotar a ETA”. Salvo las propias bases más
extremistas del Partido Popular, nadie niega la legitimidad del Gobierno para
diseñar y aplicar la política antiterrorista, así como el consenso y lealtad
con que ha de ser secundado en su labor, precisamente para no mostrar ninguna
fisura entre los demócratas que pudiera beneficiar a los asesinos. Pero esa
actitud ha de mantenerse tanto si se gobierna como si se está en la oposición,
cosa que no hace el Partido Popular y por eso la estrategia se le vuelve en
contra. ¿Aprenderá alguna vez la lección?
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