Es evidente que el objetivo de todo ello no era, como proclamaba
el mismo Gordillo a través de un megáfono, paliar la necesidad de los
hambrientos gracias a lo “recaudado” en los comercios, sino hacer visible una
manera de enfrentarse al Sistema mediante la desobediencia civil y el
incumplimiento de la ley. Para él y sus seguidores, la validez del fin
justifica los medios empleados.
El Gobierno, en cambio, reaccionó como garante de la
legalidad, anunciando órdenes de detención e instando a la Fiscalía del Estado
investigar los hechos, lo que añadía más notoriedad a un acto de gamberrismo -todo
lo simbólico que se quiera-, mediáticamente “engordado”. No en balde los
propios sindicalistas habían convocado a los medios de comunicación para
conseguir la oportuna difusión de los acontecimientos. El exceso de celo en la
reacción gubernamental propició que el líder jornalero tratara con chanza las
amenazas proferidas contra su persona, aunque varios de sus seguidores acabaran
siendo imputados, tras pasar por comisaría, como autores materiales de los
hechos. En su condición de político aforado, Sánchez Gordillo se permitía tildar
de “franquista” al ministro de Interior y mofarse del juez que lo cita para
cuando buenamente pueda personarse en el juzgado, sabiendo perfectamente hasta
dónde llega su inmunidad parlamentaria. Lograba así el fin perseguido: situar
en la opinión pública el debate sobre los problemas que, en tiempos de recortes
económicos y supresión de derechos, sufren quienes quedan orillados a su
suerte, sin socorro estatal.
En puridad, la actuación de los sindicalistas nos vuelve a
plantear el conflicto ético entre la validez de los fines y la racionalidad de
los medios empleados para alcanzarlos, dando lugar a manifestaciones o
posicionamientos de todo tipo, desde el pragmatismo más condescendiente hasta
la más descarada hipocresía. Bien es cierto que la mayor incoherencia la ofrecía
el propio Sánchez Gordillo, al pertenecer a un grupúsculo integrado en
Izquierda Unida (IU), partido que gobierna en coalición con los socialistas la Junta de Andalucía. Era
representante de la oposición y del Gobierno, simultáneamente. Algo tan difícil
de explicar que el vicepresidente de la Junta , Diego Valderas, coordinador general de IU,
se vio obligado a asegurar que se trataba de un “acto simbólico” del que no
compartía las “formas”, pero sí el “fondo”. Es decir, volviendo al terreno de
la ética, que no estaba de acuerdo con los medios, pero sí con el fin
perseguido.
Precisamente eso es lo más llamativo de la cuestión, la
argumentación basada en los principios para justificar conductas o actuaciones
discutibles. Para unos, es intolerable saltarse la ley aunque su finalidad sea
buena; y para otros, la transgresión de los principios no importa si se obtienen
beneficios elevados. Es la eterna pugna entre una ética utilitarista y otra
basada en la supremacía de los principios.
Lo que ha propiciado Sánchez Gordillo es una anécdota
reivindicativa, consecuente con los ideales que encarna el personaje, ya fajado
en ocupaciones de fincas, marchas y manifestaciones con las que da a conocer
situaciones injustas, abusos y desigualdades que quedan ocultos bajo la
“normalidad” de la realidad y su encorsetamiento legal. Sus acciones, sin
embargo, no son las únicas que parecen no guardar equilibrio entre la finalidad
y los medios. Tampoco son las más graves
o peligrosas.
El Gobierno de la
Nación también se ampara en una ética utilitarista cuando
amnistía a quienes cometen el delito de evadir dinero, cuya procedencia no se
cuestiona, con tal de disponer de algunos ingresos extraordinarios. O cuando se
colabora en el asesinato de sátrapas o en la invasión de países, violando todas
las leyes internacionales, con la finalidad de dar protección a poblaciones que
soportan una dictadura.
En definitiva, mentir para salvar de la muerte a un hombre, atracar un
supermercado para despertar conciencias o perdonar la deuda de defraudadores fiscales
o bancarios son recursos de una ética utilitarista que reniega de la rigidez
kantiana. Por eso, ante la pregunta del titular, la única respuesta posible es:
depende. Depende de los medios y depende de la finalidad. Y de las convicciones
morales o éticas de cada cual.
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