sábado, 15 de octubre de 2011
Terrores noctívagos
Por la noche se le aparecían todos los fantasmas porque era capaz de sentir lo que de día o en normalidad era inescrutable. Sus oídos llenaban el silencio de un chirrío eléctrico, como si tuviera la cabeza dentro de la pantalla del televisor, encendida y sin antena. Sólo los ruidos diurnos amortiguaban aquel zumbido permanente que le impedía conciliar el sueño si antes el agotamiento no lo vencía o alguna pastilla le calmaba. Dependiendo de la postura, el corazón golpeaba su pecho con un retumbe desbocado o latía con una cadencia irregular que parecía ingurgitar, haciéndole sentir el roce de su flujo, las venas del cuello y las orejas cuando estaban aplastados contra la almohada. Para evitarlo, procuraba siempre formar un escalón con las almohadas de tal manera que esas zonas entre la barbilla y el cráneo no tuvieran apoyo y quedaran suspendidas al aire. Hasta los cojines del sillón tenía que doblarlos durante la siesta. Cualquier movimiento brusco de las piernas podía provocarle un calambre que lo agarrotaba de dolor y cuando conseguía al fin dormirse, ninguna noche transcurría sin que tuviera que levantarse varias veces para aligerar una vejiga impaciente. Estaba convencido de que la muerte acudiría con nocturnidad y las alevosías de sus achaques. Por eso temía a la noche y acotarse era, para él, enfrentarse a sus terrores noctívagos. Un suplicio del que lo libraba cada amanecer.
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