Odiaba los hospitales y ese olor a alcohol, como cuando iba de niño a ponerse una inyección. Temía a las batas blancas y la hipócrita amabilidad con la que se desentienden de tus angustias y preocupaciones. Y sentía miedo a convertirse en carne de cañón para que todo el que se acercara pudiera practicar la medicina. Pero tenía necesidad de ir a Urgencias y olvidarse de todos sus prejuicios. Se encontraba mal y sentía una fuerte opresión en el pecho que le dificultaba la respiración. Era un resquemor que le había amenazado con anterioridad. No tuvo tiempo de quejarse de la masificación que aguardaba en aquella estancia repleta de sillas sobre las que se asentaba cada lamento, cuando un celador lo introdujo en una consulta. Mientras consultaban sus datos, lo tumbaron en una camilla y le colocaron unos cables en el pecho. Casi sin preguntar, el médico miró aquellas líneas quebradas que imprimía la máquina y, sin dejación, ordenó su ingreso inmediato en la UCI. Entonces se asustó de verdad. Le dijeron que había tenido un infarto que a punto estuvo de costarle la vida. Mientras fue atendido no se percibió del olor a alcohol ni el personal, con cualquier uniforme, le pareció tan deshumanizado y frío. Con el alta dejó atrás sus fobias a los hospitales. Había tenido suerte, decía.
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