La ilusión temerosa, insegura, se había transformado en desconfianza e inseguridad aterradas. Había transitado del temor al terror cuando creía que su destino era la felicidad. porque lo que iba a ser el parto de su segundo hijo acabaría postrándola con una grave enfermedad autoinmune, la lesión de un riñón y un desprendimiento de retina. El niño, al que no tuvo tiempo de ver, había nacido sano y se hallaba con su abuela desde hacía un mes. Aunque infrecuentes, aquellas complicaciones del alumbramiento eran atendidas por los sanitarios con la insensibilidad de quien no las padece y con explicaciones tan esperanzadoras como las que dependen del azar. Sumida en una profunda depresión, sólo el hijo que no había podido acunar en sus brazos le insuflaba fuerzas para dejar que intentaran todos los tratamientos disponibles. Si el abatimiento hacía mella en su ánimo, abría el móvil para mirar las fotos de sus hijos. Las visitas, las revistas y el televisor sobraban. Así transcurrió la eternidad hasta que le dieron el alta. Su rostro volvió a iluminarse y reflejar la joventud escondida bajo las sombras del sufrimiento. Tras una fugaz despedida fruto de la cortesía, salió precipitada a abrazar la vida que la esperaba junto a su familia. Tenía prisas por dejar atrás el miedo.
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