Por fin el frío refrescaba la mañana cuando se lanzó a recorrer con calma la ciudad. El cielo parecía tan limpio como su voluntad de sumergirse sin rumbo por unas calles que comenzaban a animarse de gente. Los bares expelían el aroma del café recién hecho y de conversaciones entrecruzadas de los clientes. El tráfico iba invadiendo todas las rutas de escape al son de las bocinas, sin que los semáforos pudieran calmar tanta impaciencia. Mientras caminaba por las aceras, observaba la cara de unos transeúntes que llevaban la mirada perdida en sus preocupaciones, ajenos a cuanto les rodeaba y a su presencia. De vuelta a casa se introdujo en unos jardines en los que pudo contemplar a unos ancianos abrigándose con los tibios rayos del Sol y sin ningún recuerdo que intercambiar. Aquella estampa de un grupo tan silente que parecía abandonado le apenó. Nada más abrir la puerta, buscó a su mujer y le dio un beso tierno como los que perseguía en su juventud. Y no dejaron de hablar hasta que la sobremesa los sumió en una morriña frente al televisor. Soñó que estaba sentado junto a los viejos del parque, sin nada que decir y sin nadie que lo aguardara. Sobresaltado, enderezó la cabeza para ver a su mujer dormida en el tresillo y los monos del documental todavía chillando. La vida aún le daba la oportunidad de tener cosas que compartir. Y volvió a dormirse como un niño.
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