Cuando la irracionalidad llenaba de sepelios y homilías cada año, pedíamos que dejaran de matar. Cuando las bombas traían el luto a familias anónimas cuyos familiares se toparon con la onda expansiva llena de metralla, pedíamos que dejaran de matar. Cuando la barbarie pegaba tiros en la nuca a políticos y policías que paseaban por la calle, pedíamos que dejaran de matar. Si los coches bomba arrancaban la vida de cuajo o mutilaban a los que confiaron en no mirar debajo y a los transeúntes que pasaron cerca, pedíamos que dejaran de matar. Si las campañas de verano extendían el terror a turistas y veraneantes alejados del “frente”, pedíamos que dejaran de matar. Por cada Guardia Civil asesinado, pedíamos que dejaran de matar. Por cada ciudadano asesinado por el fanatismo de ETA, pedíamos que dejaran de matar. Nada justificaba su horror, ninguna idea podía ser defendida por las balas y las bombas. Por eso pedíamos que lo dejaran, que dejaran de matar.
Ahora parece que por fin lo han dejado, y no nos conformamos. No queremos más muertos, pero tampoco que tantas muertes hayan sido gratuitas. Han de reconocer que no tenían razón y pedir perdón a las víctimas. Arrepentirse de apretar el gatillo y explosionar las bombas. Reconocer la derrota y entregarse a la justicia. Sólo entonces la misericordia de los pacíficos podrá ser generosa y perdonar, perdonar sin olvidar lo sufrido, pero exigiendo la honradez en la voluntad de los que deponen las armas. Queríamos que dejaran de matar. Pero para que se integren en la confrontación pacífica de las ideas, han de rendir cuentas. Ninguna víctima más merece ser sacrificada por la intolerancia, pero mil muertos son acreedores de algo más que un lamento. Merecen perdón.
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