Nunca imaginé que el país entero diera un frenazo de esta
manera. Casi toda la actividad económica ha parado en seco, mandando a un
millón de trabajadores al desempleo y a la ansiedad por su futuro. Para un país
que vive del turismo y los servicios, lo que nos aguarda es horrible. Todos los
hoteles han cerrado, excepto algunos que se han transformados en clínicas para
aislar a profesionales que deben continuar con su actividad (sanitarios,
policías, camioneros, etc.) o personas contagiadas, pero sin síntomas. La
construcción también ha tenido que interrumpir su faena con los ladrillos y el
cemento, condenando a sus obreros al paro. Además, bares, restaurantes y
comercio en general han echado las persianas. Todo se ha paralizado y las
consecuencias se auguran muy negras para el bolsillo de la inmensa mayoría de
la población. La pobreza y la precariedad amenazan el día después de esta
pandemia.
Mientras tanto, los ciudadanos seguimos encerrados en
nuestras casas por tercera semana consecutiva. Ya nos cansan las series, la
lectura, los noticieros y los aplausos en los balcones. Miramos tras las
ventanas con idéntica amargura que los presos tras las rejas. Los niños están
alborotados y los adultos muy serios, guardando un silencio espeso que denota hartazgo. Ni salir por papel higiénico nos parece ya una aventura de
distracción, como al principio del encierro. Con todo, somos afortunados. En
otras partes del mundo la situación es mucho peor. Dos terceras partes de la
humanidad carece de agua corriente, malvive hacinada en cubículos minúsculos,
no tiene acceso a una básica asistencia sanitaria y no puede soñar con pelearse
por adquirir guantes, mascarillas y lejía. Como comenta Lluís Bassets en su
columna, disfrutamos el privilegio de los confinados. Debemos agradecer el poder
estarlo, aunque nos cueste.
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