Nadie en el mundo imaginaba la aparición de una pandemia
mundial como la del coronavirus Covid-19. Ningún país estaba preparado para una
emergencia sanitaria de envergadura global y propagación rápida, como esta. Por
donde ha surgido, la capacidad de reacción ante un problema epidémico de tal
naturaleza ha sido tardía y, en la mayoría de los casos, improvisada. De la
indiferencia inicial con que se percibía la génesis de la pandemia, como un asunto
lejano y de sociedades poco protegidas sanitariamente, a la descoordinación vivida
en Occidente cuando la infección lo ha golpeado, sin detenerse en fronteras o culturas,
esta crisis sanitaria ha desatado un abanico de reacciones, que ha ido desde la
improvisación hasta el reproche “repugnante”, dependiendo de cómo la pandemia
ha afectado a cada país. Todo un alarde de lo que no debería hacerse cuando se
precisa la ayuda de todos para afrontar un problema que atañe al conjunto de la
humanidad.
Europa es muestra paradigmática de ese comportamiento
egoísta e insolidario en la defensa a ultranza de las personas y sus vidas, no
de sus bienes o negocios. El virus ha brotado de forma explosiva en Italia al
poco de aparecer en China. De allí ha saltado a España y, poco a poco, va
adentrándose en el Continente con la virulencia que le permiten los distintos
sistemas nacionales de salud y las iniciativas de sus gobiernos. No existen aduanas
para una pandemia que se extiende desde Asia a Europa, de Rusia a EE UU y de Sudamérica
a África, sin dejar atrás Oceanía. En todas partes, cada cual se presta a
combatirla como puede, con sus propios recursos y su ciencia.
Por motivos complejos, no sólo de estructura económica, los
países del sur de Europa vuelven a destacar por la magnitud de esta tragedia, a
la que se enfrentan con los instrumentos de sus respectivos Estados de Bienestar
y limitadas capacidades. Pero también con la descoordinación y la incomprensión
de los que creen estar a salvo de este mal por disponer de una economía saneada.
Una actitud decepcionante e inesperada entre socios de un proyecto de unidad política
que debiera integrar, además del comercio, la economía y una moneda, también a
las personas y la protección de sus vidas. Algunos motivos podrían explicar tal
actitud, pero no justificarla. En cualquier caso, no es momento de reproches,
sino de arrimar el hombro, de remar todos en la misma dirección y de demostrar
que Europa es la casa común de quienes son considerados europeos, hogar en el que todos
confiaban encontrar refugio y no sólo un simple zoco comercial. De ser así, sería
oportuno replantearse un proyecto que se muestra inútil frente a una amenaza sanitaria
universal, a pesar de que desde el individualismo estatal tampoco está asegurado
ninguna protección ante amenazas globales, como esta crisis se ha encargado de demostrar.
Y una vez más, desgraciadamente, los ricos vuelven a desentenderse
de los pobres, propugnando dejarlos a su suerte. Así, Europa vuelve a
dividirse, a la hora de actuar unida frente a la emergencia sanitaria, entre
países ricos del norte y países pobres del sur, estos últimos, precisamente,
los más castigados por la pandemia en suelo europeo y los que reclaman ayuda para
afrontar un problema mundial. Y en nombre de los ricos, Holanda, por boca de su
ministro de Finanzas, Wopke Hoekstra, ha reprochado a los pobres, en concreto a
España, no haber ahorrado lo suficiente para hacer frente a la crisis de
Covid-19. De esta manera, los Países Bajos, gobernados por una coalición de
ultraderecha y euroescépticos, antepone el rigor fiscal y la economía a la
solidaridad y el derecho a la vida. Es decir, exhibe la indiferencia de los
privilegiados ante el drama humano de los socios desgraciados de la UE. Sin
embargo, su visión no es moral, aunque implique consecuencias éticas, sino
económica. Aducen que “la solidaridad europea es la liquidez en la UE”, con la
que participa la solidaridad neerlandesa. Un rigor contable ante un problema
humano.
El caso es que, efectivamente, España podía haber estado
mejor equipada para afrontar la crisis del Covid-19 si hubiera puesto en marcha
medidas preventivas, guardadas en su día para mejor ocasión. Por eso, se ha
visto sorprendida sin las suficientes estructuras de prevención y salud pública
exigibles, aprobadas, en el año 2011, en el texto de la Ley General de Salud, y
que jamás se desarrollaron con la excusa de una crisis económica. ¿Se acuerdan?
Por aquel tiempo, tras la pandemia de la Gripe A, se
entendió necesario disponer de una Agencia Estatal de Salud Pública o de un
centro estatal, en su defecto, que garantice una acción coordinada con las
comunidades autónomas ante nuevas emergencias sanitarias. Tales medidas
sufrieron los efectos de los recortes presupuestarios que podaron la sanidad española
de forma dramática. Años en los que pasaron a iniciativa privada muchos
hospitales de Madrid y de otras comunidades, la mayoría de las cuales estaban gobernadas
por conservadores, bajo la premisa de obtener la mayor rentabilidad al menor
costo. Fue la época en que se intentó el cierre y desmantelamiento del Hospital
Carlos III de Madrid, especializado en el diagnóstico y tratamiento de pandemias
y enfermedades emergentes, iniciativa abortada por el brote de Ébola en África
que contagió a un sacerdote español al que hubo que repatriar y aislar en dicho
centro. Ya no nos acordamos de todos esos desmanes que han propiciado que la
sanidad española apenas tenga margen de maniobra para afrontar imprevistos. Y que carezca de mecanismos federales de recopilación de información, gestión
de crisis y planes de respuesta coordinados con las comunidades autónomas que
faciliten la movilización de los recursos disponibles en un país
descentralizado como el nuestro.
No se trata, por tanto, sólo de un problema de rigor fiscal,
como reprochan los holandeses, sino de prioridades en el gasto público, lo que ha
constreñido a la sanidad española, provocando que ahora se echen de menos, incluso,
planes de contingencia, que no se han desarrollado, y hasta un registro de
personal y medios susceptibles de ser trasladados en caso de necesidad. Aquella
ley jamás desarrollada, porque lo importante entonces era socorrer a los bancos
gracias al rescate europeo, contemplaba “sistemas de alerta precoz y respuesta
rápida” que tampoco se pusieron en marcha, lo que probablemente hubiera
posibilitado actuar con mayor diligencia y premura durante la actual pandemia. Parece
inconcebible que se considerase un derroche, como entendió algún neoliberal de
los que abundan, contar con camas “ociosas” de UCI por si surgía alguna
necesidad, cosa que ahora vemos pertinente, y no que España, con
9,4 camas por cada 100.000 habitantes, estaba -y todavía está- bastante atrasada
con respecto a las 29 de Alemania y otros países de nuestro entorno. Ya es muy
tarde para rectificar hoy, pero no para mañana. Ni los hospitales ni las camas de críticos
ni los respiradores ni el personal sanitario surgen por ensalmo, no se
improvisan de la noche a la mañana, cuando el problema nos castiga de lleno: ha
de preverse.
De ahí que esta crisis del Covid-19 afecte a unos países más
que a otros. Pero más que ahorros y economías saneadas, la diferencia la
establece la previsión y las prioridades en el gasto público. Si alguna
enseñanza hubiera que extraerse de esta crisis es la de que hay que reforzar, y
mucho, nuestro Estado de Bienestar, modificar nuestro estilo de vida, rediseñar
Europa hasta completar una verdadera unión social y política, también fiscal, y,
por supuesto, ahorrar. Pero, todo ello, se acometerá cuando recuperemos la
salud, la confianza y la normalidad. Antes, todas las energías deberán
centrarse en salvar vidas. No es momento de ejercer de profetas a toro pasado o hacerse el sueco, digo, el holandés.
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