El tiempo parece que se lentifica como el cauce bajo de un
río. Sin embargo, no deja de fluir imperceptiblemente, transportando
nuestras vivencias hacia una desembocadura que se nos antoja lejana, casi
inalcanzable. La vida, como los ríos, sólo se detiene cuando se pierde, cuando se
evapora el aliento líquido que le insta a recorrer todo el trayecto de su
existencia, desde los briosos trechos iniciales hasta las remansadas etapas próximas
a su disolución en la nada, el mar donde mueren los ríos.
El confinamiento que estamos padeciendo es una especie de
tiempo estancado en un recodo que debería recorrer sin obstáculos, libre por un
cauce bordeado de expectativas que se extienden hasta la línea infinita del
horizonte. Un tiempo de horas tranquilas ocupadas por una abulia que nos hace
olvidar que ni siquiera este remanso es inmóvil, muchos menos perpetuo.
Continúa avanzando, sin dejarnos recordar que sólo fue ayer cuando nos precipitábamos
por la cascada de un año nuevo, arrancando en la caída otra hoja del calendario.
Así, nos hizo recorrer los rápidos de un año que se estrenaba con la
investidura de un gobierno, después de un largo período de inestabilidad y
elecciones inútiles, que apenas ha podido desarrollar su cometido.
Y, sin darnos suspiro, permitió que marzo nos sorprendiese en
esta charca pútrida, de aguas estancadas de las que emergen vaharadas tóxicas
que nos obligan usar mascarillas, sin saber cómo escapar más que dejándonos ir a
la deriva, petrificados por el miedo y la desesperación, cual hojas tristes que
flotan en su superficie. Pero se trata de una inmovilidad ilusoria, puesto que
hasta las hojas acabarán siendo arrastradas finalmente por la lámina del tiempo
hacia nuevos meandros, donde fertilizará campos y proyectos, llenándonos de
vida, y en los que volverá acelerarse y a ofuscarnos con una cotidianidad añorada.
Porque, aunque el tiempo parezca que se enlentece, jamás se detiene. Es
cuestión de dejarse llevar sin perder la paciencia.
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