Iniciamos otra semana (¿cuántas?) de cautiverio, de un
encierro que ya soportamos con pocas ganas (¿tuvimos alguna?) y en el que tenemos
que hacer esfuerzos por contener la apatía y ocultar la hartura. Estamos a
merced de las incertidumbres y la ceguera. No sabemos qué va a pasar ni vemos
una salida clara a este túnel. Toleramos, a la fuerza, este confinamiento jamás
imaginado como aguantamos la vejez cuando nos llega: porque no hemos podido esquivar
ninguna de las dos cosas. Nos caen encima de improviso, sin habernos preparado
en la vida para experiencias tan limitantes y angustiosas. Las sentimos como si
nos amputaran habilidades y deseos, no sólo movimientos, que transforman
nuestro ser y nos agrian el carácter. A estas alturas, ya ni las bromas nos
hacen forzar una mueca que parezca una sonrisa, ni los afanes de quienes nos
acompañan llaman nuestra atención o nos entretienen. Ni siquiera las actitudes
de los demás, como la de los que se dedican a aplaudir todas las tardes a los
sanitarios, nos irritan por su hipocresía, al aplaudirse a sí mismos para darse
ánimos en vez de considerar siempre la dedicación profesional de los que no
respetan más que en estas circunstancias.
Este tiempo congelado incita a recluirnos cada vez más en
nosotros mismos, a enclaustrarnos en silencio en nuestra intimidad, aislarnos
del entorno y de todos, abstraídos en consumir jornadas siempre semejantes y
horas, todas vacías. A dejarnos invadir por el desaliento de si seremos capaces
de extraer alguna enseñanza de estos momentos excepcionales y admitir nuestra
necesidad de políticas de justicia social, sanidad pública y educación pública
para afrontar, como colectividad, embates para los que individualmente somos
vulnerables, sobre todo si no somos pudientes. Si, en estos tiempos líquidos y
turbios, sabremos reconocer que nuestros sentimientos morales se han corrompido,
como diría Tony Judt, al volvernos insensibles a los costes humanos que están
teniendo elecciones políticas que creemos racionales, pero que anteponen el
capital a las personas. O si cambiaremos nuestro desquiciado estilo de vida, enfocado
al consumismo, el materialismo y las máquinas, que nos aleja cada vez más de la
naturaleza y de los demás seres humanos, como advirtiera hace tiempo Jürgen Habermas. No podemos evitar que, con tanta soledad y abatimiento, descubramos el monstruo que llevamos
dentro y perdamos la esperanza en nosotros mismos y en un futuro sin tinieblas.
Y nos da miedo.
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